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La Palabra de Ezeiza | Abril de 2024

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“Seres queridos” de Vera Giaconi

Es el segundo libro de cuentos de la autora, y en 2015 fue uno de los cinco finalistas del Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero. Por Graciela Speranza (Agencia TELAM)

En el comienzo, antes incluso de empezar a leer “Seres queridos”, hay un vaivén, un repliegue, una reconvención. Porque si, desde el título, el segundo libro de Vera Giaconi (Montevideo, 1974) anuncia un paisaje íntimo y un campo de acción, la frase hecha se deshace muy pronto en el epígrafe de Clarice Lispector, que anticipa el cristal facetado con que los diez cuentos desmontarán el clisé sentimental hasta devolverlo transformado. “La crueldad de la necesidad de amar”, “la malignidad de nuestro deseo de ser feliz” y “la ferocidad con que queremos jugar” se agolpan en la frase de Lispector como un géiser de fuerzas subterráneas que anidan en los lazos familiares y los relatos tarde o temprano harán aflorar.
No hay estallidos violentos, sin embargo, sino un lento desovillarse de sentimientos encontrados, miserias del amor filial, fraternal o conyugal que son el germen mismo del relato y le dan su trama o su discreto pathos. Lo sabíamos desde Tolstói pero vale recordarlo: todas las familias felices se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera; Giaconi desmenuza ese venero inagotable de dobleces -rencores, egoísmo, envidia, desprecio, venganza, desamor o hastío- sin ninguna contemplación ni piedad. Un eco del Onetti más implacable la alcanza y renace transfigurado.
Pero en los mejores cuentos de “Seres queridos” el doblez es incluso una matriz formal. No se trata, sin embargo, del iceberg hemingwayano que sólo asoma en la punta, ni de las dos historias, una secreta, que se traman en la clásica tesis de Ricardo Piglia; todo está en la superficie, delicadamente repartido en dos planos que se alternan con sutiles cambios de foco. En “Survivor”, por ejemplo, una chica monitorea a la distancia el noviazgo de su hermana con un ex-concursante de un reality show en Los Ángeles y, aunque todo sucede en las pantallas (en las varias temporadas del reality que la chica mira fascinada por youtube, en las conversaciones con su hermana por skype, en el compilado de videos que se intercambian), una maraña de sentimientos confusos y autoengaños va aflorando en el vaivén con otra medida de la distancia.
También en el inspiradísimo “Tasador” el primer plano es para un programa inglés de tasadores que Adrián y su madre miran por televisión, atentos a los fraudes de las imitaciones que desilusionan a los concursantes y las sorpresas de objetos que enfervorizan al público cuando inesperadamente valen fortunas. Pero el foco se desvía poco a poco a los muebles de mimbre de la casa, las reproducciones baratas que cuelgan en las paredes, los aros de fantasía que Adrián observa mientras su madre se queda dormida (“Sabe que en casa de su madre nada vale nada”), con un zoom al vergonzante reloj ostentoso que lleva en la muñeca (regalo de su madre, grabado con la frase “La sangre une”), y después a la madre roncando, al pantalón de jogging que delata años de uso en las pelotitas de la entrepierna, a las arrugas del escote y la piel reseca, mientras Adrián tasa un futuro de ruina cuando tenga que internarla en un asilo. Al paneo inclemente por las miserias de la vejez se suma la banda sonora final del reloj ritmado con la respiración de la madre, “una alarma siempre encendida”, “algo que le pertenece pero no puede sacarse de encima”.
El cierre sorpresivo es más clásico en “Limbo” pero lo que cuenta en realidad es la minuciosa reconstrucción del vínculo de una paciente con su médico, de la enfermedad crónica e incurable para la que el médico por fin encuentra un diagnóstico, del detallado recuento de los protocolos de nombres radiantes en que la paciente se ofrece a participar (“Electric Tree”, “Season Food”, The Third Eye”), y más tarde del “abandono” cuando es el médico el enfermo y los planos se trastocan. Hay otro abandono que la enfermedad del médico replica, pero está a la vista, entreverado en los formularios del protocolo y las conversaciones de la consulta.
Si en el primer libro de Giaconi, “Carne viva”, el paisaje era sustantivamente femenino, la escena familiar se amplía en “Seres queridos” y también se expande el tiempo, con flashes a la dictadura uruguaya y los coletazos íntimos del exilio (“Dumas”, “A oscuras”), o a un limbo atemporal que acerca algunos cuentos (“Los restos”, “Bienaventurados”) a Cortázar o Silvina Ocampo.
Giaconi escribe con una precisión y una firmeza rara en un segundo libro, pero brilla más cuando prescinde de los resortes clásicos del género que hoy revisitan muchas cuentistas, y deja que el cuento se bañe en las aguas del paisaje próximo (realities, youtubes, programas trash de la televisión, comida de delivery) y se dilate en los meandros de la observación afinada que dan vida al género desde Katherine Mansfield hasta Alice Munro. La mirada se posa en el detalle palpable, ambivalente, como si la prosa presionara con los dedos la arcilla de la energía humana que modela a los personajes.
“Hoy, por ejemplo”, se lee en “Tasador”, “él no siente rastros de naftalina en la ropa que ella está usando. Adrián se acerca un poco más para asegurarse, pero es difícil olfatear mejor su camisa sin verse envuelto por el aliento de su madre, que ronca cada vez más fuerte. La luz azulada del televisor se refleja en las tachas del cuello y las hace brillar como si fueran uno de esos adornos del barrio chino con los que su madre decoró el espejo del baño.” Con la misma llaneza tangible, un soplo de metafísica se cuela en “Dumas”, traducido a la expresión cotidiana: “La palabra ‘abuelo’ era para él un regalo, como si, a sus cincuenta y nueve años, lo que en realidad le estuvieran diciendo fuera ‘buen trabajo’, o ‘misión cumplida’, y todo eso le provocaba una sensación que no era tanto la que produce un halago, sino algo más parecido al alivio, aunque con una cierta carga de ansiedad, como si también le estuvieran diciendo ‘podés morirte tranquilo’.”

La mirada es invariablemente dura pero no falta compasión por las miserias humanas que anidan en cualquier familia. Son los “seres queridos” del título que hacia el final, tras el desfile de hermanas rencorosas, padre ausentes y mujeres abandonadas, sólo puede leerse como una ironía.
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