Es el segundo libro de cuentos de la autora, y en 2015 fue
uno de los cinco finalistas del Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera
del Duero. Por Graciela Speranza (Agencia TELAM)
En el comienzo, antes incluso de empezar a leer “Seres
queridos”, hay un vaivén, un repliegue, una reconvención. Porque si, desde el
título, el segundo libro de Vera Giaconi (Montevideo, 1974) anuncia un paisaje
íntimo y un campo de acción, la frase hecha se deshace muy pronto en el
epígrafe de Clarice Lispector, que anticipa el cristal facetado con que los
diez cuentos desmontarán el clisé sentimental hasta devolverlo transformado. “La
crueldad de la necesidad de amar”, “la malignidad de nuestro deseo de ser feliz”
y “la ferocidad con que queremos jugar” se agolpan en la frase de Lispector
como un géiser de fuerzas subterráneas que anidan en los lazos familiares y los
relatos tarde o temprano harán aflorar.
No hay estallidos violentos, sin embargo, sino un lento
desovillarse de sentimientos encontrados, miserias del amor filial, fraternal o
conyugal que son el germen mismo del relato y le dan su trama o su discreto
pathos. Lo sabíamos desde Tolstói pero vale recordarlo: todas las familias
felices se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera; Giaconi
desmenuza ese venero inagotable de dobleces -rencores, egoísmo, envidia,
desprecio, venganza, desamor o hastío- sin ninguna contemplación ni piedad. Un
eco del Onetti más implacable la alcanza y renace transfigurado.
Pero en los mejores cuentos de “Seres queridos” el doblez es
incluso una matriz formal. No se trata, sin embargo, del iceberg hemingwayano
que sólo asoma en la punta, ni de las dos historias, una secreta, que se traman
en la clásica tesis de Ricardo Piglia; todo está en la superficie,
delicadamente repartido en dos planos que se alternan con sutiles cambios de
foco. En “Survivor”, por ejemplo, una chica monitorea a la distancia el
noviazgo de su hermana con un ex-concursante de un reality show en Los Ángeles
y, aunque todo sucede en las pantallas (en las varias temporadas del reality
que la chica mira fascinada por youtube, en las conversaciones con su hermana
por skype, en el compilado de videos que se intercambian), una maraña de sentimientos
confusos y autoengaños va aflorando en el vaivén con otra medida de la
distancia.
También en el inspiradísimo “Tasador” el primer plano es
para un programa inglés de tasadores que Adrián y su madre miran por
televisión, atentos a los fraudes de las imitaciones que desilusionan a los
concursantes y las sorpresas de objetos que enfervorizan al público cuando
inesperadamente valen fortunas. Pero el foco se desvía poco a poco a los
muebles de mimbre de la casa, las reproducciones baratas que cuelgan en las
paredes, los aros de fantasía que Adrián observa mientras su madre se queda
dormida (“Sabe que en casa de su madre nada vale nada”), con un zoom al
vergonzante reloj ostentoso que lleva en la muñeca (regalo de su madre, grabado
con la frase “La sangre une”), y después a la madre roncando, al pantalón de
jogging que delata años de uso en las pelotitas de la entrepierna, a las
arrugas del escote y la piel reseca, mientras Adrián tasa un futuro de ruina
cuando tenga que internarla en un asilo. Al paneo inclemente por las miserias
de la vejez se suma la banda sonora final del reloj ritmado con la respiración
de la madre, “una alarma siempre encendida”, “algo que le pertenece pero no
puede sacarse de encima”.
El cierre sorpresivo es más clásico en “Limbo” pero lo que
cuenta en realidad es la minuciosa reconstrucción del vínculo de una paciente
con su médico, de la enfermedad crónica e incurable para la que el médico por
fin encuentra un diagnóstico, del detallado recuento de los protocolos de
nombres radiantes en que la paciente se ofrece a participar (“Electric Tree”, “Season
Food”, The Third Eye”), y más tarde del “abandono” cuando es el médico el
enfermo y los planos se trastocan. Hay otro abandono que la enfermedad del
médico replica, pero está a la vista, entreverado en los formularios del
protocolo y las conversaciones de la consulta.
Si en el primer libro de Giaconi, “Carne viva”, el paisaje
era sustantivamente femenino, la escena familiar se amplía en “Seres queridos”
y también se expande el tiempo, con flashes a la dictadura uruguaya y los
coletazos íntimos del exilio (“Dumas”, “A oscuras”), o a un limbo atemporal que
acerca algunos cuentos (“Los restos”, “Bienaventurados”) a Cortázar o Silvina
Ocampo.
Giaconi escribe con una precisión y una firmeza rara en un
segundo libro, pero brilla más cuando prescinde de los resortes clásicos del
género que hoy revisitan muchas cuentistas, y deja que el cuento se bañe en las
aguas del paisaje próximo (realities, youtubes, programas trash de la
televisión, comida de delivery) y se dilate en los meandros de la observación
afinada que dan vida al género desde Katherine Mansfield hasta Alice Munro. La
mirada se posa en el detalle palpable, ambivalente, como si la prosa presionara
con los dedos la arcilla de la energía humana que modela a los personajes.
“Hoy, por ejemplo”, se lee en “Tasador”, “él no siente
rastros de naftalina en la ropa que ella está usando. Adrián se acerca un poco
más para asegurarse, pero es difícil olfatear mejor su camisa sin verse
envuelto por el aliento de su madre, que ronca cada vez más fuerte. La luz
azulada del televisor se refleja en las tachas del cuello y las hace brillar
como si fueran uno de esos adornos del barrio chino con los que su madre decoró
el espejo del baño.” Con la misma llaneza tangible, un soplo de metafísica se
cuela en “Dumas”, traducido a la expresión cotidiana: “La palabra ‘abuelo’ era
para él un regalo, como si, a sus cincuenta y nueve años, lo que en realidad le
estuvieran diciendo fuera ‘buen trabajo’, o ‘misión cumplida’, y todo eso le
provocaba una sensación que no era tanto la que produce un halago, sino algo
más parecido al alivio, aunque con una cierta carga de ansiedad, como si
también le estuvieran diciendo ‘podés morirte tranquilo’.”
La mirada es invariablemente dura pero no falta compasión
por las miserias humanas que anidan en cualquier familia. Son los “seres
queridos” del título que hacia el final, tras el desfile de hermanas
rencorosas, padre ausentes y mujeres abandonadas, sólo puede leerse como una
ironía.
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