Por Carlos Renoldi | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Digital Snatch | #FiccionesEzeicenses
Corrían los años setenta. Los viejos contaban que cuando el colectivo Flecha de Oro no llegaba al Barrio La Celia después de las diez de la noche había que volver a Ezeiza caminando por el Camino Real.
En esas ocasiones sucedía algo que estremecía a los peregrinos. En un campo alambrado que daba al Aeropuerto (más o menos donde hoy se encuentra el Club de Aeromodelismo) había un árbol tala que —según el testimonio de muchos— desprendía llamas azules ante el paso de cualquier persona.
Por ese motivo, cuando el Flecha de Oro los dejaba a pata, algunos vecinos buscaban volver a su casa a campo traviesa. Otros simplemente iban por el Camino Real, mirando para otro lado, haciéndose la señal de la cruz.
Nosotros, jóvenes y curiosos, una noche de verano fuimos en bici a ver el espectáculo. Cuando el talita se iluminó con el fuego, los ojos se nos llenaron de adrenalina y miedo, y salimos rajando.
Unos días después, un amigo dijo:
—Tenemos que hacer algo.
En una suerte de asamblea nos propusimos ejecutar, de día, una excavación alrededor del árbol. Programamos la aventura para un domingo por la mañana cuando nadie circulaba por el Camino Real. Cargamos unas palas y un pico en un sulky y comenzamos la odisea.
Llegamos al lugar cuando un avión DC-10 levantaba vuelo en el horizonte. Bajamos las herramientas y cavamos media docena de pozos sin encontrar nada.
—¡Ah, ya fue! —dijo uno, desahuciado, a las dos horas.
Los demás insistimos alrededor del talita, que no tenía la menor huella de quemaduras. De pronto aparecieron huesos.
—No son de vaca, ni de perro ni de oveja —dijo uno.
—¿Y vos cómo sabés? —preguntó otro, con sorna.
—El año que viene me recibo de médico rural —respondió y, levantando una pieza, afirmó—: Este es el fémur de un niño de no más de diez años.
Nos miramos. Un chajá cantó a lo lejos y todos asumimos que era cierto el hallazgo. Sin hablarlo, acordamos no comentarlo con nadie. Envolvimos los huesitos en una remera. Los volvimos a colocar en su lugar y tapamos los pozos. Alguien dijo una oración y nos fuimos calladitos. Al tiempo notamos que el talita ya no se encendía. La pequeña cruz que hicimos con unas ramas se esfumó con aquellos días.
Por ese motivo, cuando el Flecha de Oro los dejaba a pata, algunos vecinos buscaban volver a su casa a campo traviesa. Otros simplemente iban por el Camino Real, mirando para otro lado, haciéndose la señal de la cruz.
Nosotros, jóvenes y curiosos, una noche de verano fuimos en bici a ver el espectáculo. Cuando el talita se iluminó con el fuego, los ojos se nos llenaron de adrenalina y miedo, y salimos rajando.
Unos días después, un amigo dijo:
—Tenemos que hacer algo.
En una suerte de asamblea nos propusimos ejecutar, de día, una excavación alrededor del árbol. Programamos la aventura para un domingo por la mañana cuando nadie circulaba por el Camino Real. Cargamos unas palas y un pico en un sulky y comenzamos la odisea.
Llegamos al lugar cuando un avión DC-10 levantaba vuelo en el horizonte. Bajamos las herramientas y cavamos media docena de pozos sin encontrar nada.
—¡Ah, ya fue! —dijo uno, desahuciado, a las dos horas.
Los demás insistimos alrededor del talita, que no tenía la menor huella de quemaduras. De pronto aparecieron huesos.
—No son de vaca, ni de perro ni de oveja —dijo uno.
—¿Y vos cómo sabés? —preguntó otro, con sorna.
—El año que viene me recibo de médico rural —respondió y, levantando una pieza, afirmó—: Este es el fémur de un niño de no más de diez años.
Nos miramos. Un chajá cantó a lo lejos y todos asumimos que era cierto el hallazgo. Sin hablarlo, acordamos no comentarlo con nadie. Envolvimos los huesitos en una remera. Los volvimos a colocar en su lugar y tapamos los pozos. Alguien dijo una oración y nos fuimos calladitos. Al tiempo notamos que el talita ya no se encendía. La pequeña cruz que hicimos con unas ramas se esfumó con aquellos días.
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