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La Palabra de Ezeiza | Octubre de 2024

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Un pulóver en las alturas

Por Carlos Renoldi | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Digital Snatch | #FiccionesEzeicenses


Qué lindo cuando éramos chicos y no le temíamos a nada. Bueno, a casi nada. Algunos le tenían miedo a la oscuridad, otros a las arañas. Yo, a las alturas.
Una primavera, los alumnos de la vieja escuelita N° 25 de la calle Antártida Argentina salimos de excursión al campo. Nos acompañaba Susana Diéguez, nuestra querida maestra, para cuidarnos.
A las siete salimos en el micro hacia una estancia, no sé de dónde. Mamá me había preparado la viandita con un sándwich de milanesa y una manzana. Me dio las cosas al subir al colectivo y con un beso me dijo: 
—No pierdas nada.
Íbamos sin guardapolvo. Yo estrenaba un hermoso pulóver de lana, hilado a mano, tejido por mamá. En casa, cada uno tenía una prenda de la misma serie. Papá y mamá usaban chalecos, había bufandas y gorritos, todos con la misma lana. Cuando las piezas quedaban chicas, mamá las deshacía y tejía otra cosa.
Transcurría la mañana en la estancia. Andábamos desparramados, cada uno en su juego. Mi compañero el Zurdo Lopardo se había subido a un pino y desde allí me desafiaba a hacer lo mismo. Yo arrugaba. Me daba mucho vértigo e inseguridad. El Zurdo, ni lento ni perezoso, aprovechaba para molestarme: 
—¡Dale, subí! —me gritaba, desde lo más alto una y otra vez, hiriendo mi orgullo.
Tanto insistió que me propuse subir. Me saqué el pulóver nuevo por temor a engancharlo con una rama y no tener que soportar después los regaños de mamá. Lo dejé sobre un arbusto y, con gran temor, comencé el periplo. El pino tenía ramas como escaleras. Poco a poco, y con el aliento del Zurdo, fui subiendo. Antes de darme cuenta, estaba con mi amigo disfrutando del paisaje desde las alturas.
—¡Viste que bueno está! —dijo riéndose de mí.
—Sí, está rebueno. ¡Gracias a vos se me fue el miedo!
Todo muy lindo hasta que la señorita nos echó de menos y salió a buscarnos. Lejos de mirar hacia arriba, andaba gritando nuestros nombres. 
—¡Vamos, vamos! —dijo el Zurdo, y comenzamos a bajar despacio, hasta que nos reunimos con los demás, ante la advertencia de Susana.
—Ustedes dos no se pierdan.
Con el entusiasmo y haciéndonos los tontos para que no nos descubrieran, olvidé el pulóver.
Regresamos a casa por la tardecita. Bajamos del micro, contentos. Mamá me recibió con su beso. Enseguida notó que me faltaba el abrigo.
—¡¿Y el pulóver?! —dijo en tono elevado. 
Recordé dónde lo había dejado y la miré en silencio. 
—Pero... ¡ya lo perdiste! 
Fue inútil hacerme el que lo buscaba en el micro. Muy enojada, me volvió a reprochar: 
—¡Qué raro vos, siempre perdiendo algo! ¡No cambiás más!
Yo, buscando alguna justificación, la miré y le dije: 
—Ma, perdí el miedo a las alturas.

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