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La Palabra de Ezeiza | Abril de 2024

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Invasión de fantasmas en Ezeiza

Por Hugo Alberto Panza (*) | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Tomassini


Dicen que cuando nos vamos de este mundo no todos lo hacemos con la misma rapidez.
También dicen que no todos los vivos pueden ver a los que aún andan dando vueltas por aquí.
Lo cierto es que una noche, ya muy tarde, y cuando se disponía a cerrar la última puerta, el bufetero del Club Roca pudo ver que alguien entraba al salón donde años atrás estaba la cancha de bochas.
Tremendo julepe se llevó cuando al ingresar al salón, donde vio a Abel Chiaparolli, quien había fallecido años atrás, con una bocha en la mano, haciendo puntería para tirar un bochazo.
Por supuesto que no se quedó para ver si acertaba.
La noticia se propagó como un virus de invierno y, a los pocos días, todos hablaban del fantasma del Roca.
Sólo algunos días después, y cuando todavía se hablaba mucho de Abel, una persona internada en el Hospital de Ezeiza aseguraba haber sido visitada en su cama por un doctor que le había dado consejos para su recuperación, pero (según el personal del Hospital) la descripción no correspondía a ninguno de los galenos que allí trabajan. Sin embargo, uno de ellos sospechaba de quién podía ser. Le mostró a la mujer internada una fotografía del doctor Rebagliatti, y ésta aseguraba que esa era la persona que la había atendido ese día.
Pero la cosa no terminó ahí. Cuando todo el mundo comentaba que Abel y Rebagliatti todavía andaban por Ezeiza, corrió la noticia de que Cachito Panza había sido visto en la cancha de paddle (que está sobre la calle Vicente López) con una paleta en la mano y a punto de realizar una volea.
Sólo unos pocos días después habían visto una citroneta roja por las calles de Villa Golf y muchos aseguraban que quien la conducía era el hermano de Cachito. Sí, era Julio Panza que andaba por ahí con la camioneta llena de televisores antiguos.
Nadie comprendía lo que pasaba, pero muchos comenzaban a pensar que aquello no era bueno y que no tenían que mezclarse muertos y vivos. “Se armará un despelote terrible, al final, nunca vas a saber si ves a uno de acá o de allá”, dijo un vecino quejándose a viva voz en una reunión de amigos.
—¡Apareció Delfino! ¡Apareció Delfino! —comenzó a gritar en la plaza un viejo de Ezeiza.
—¿Y quién es ese? —le preguntaron algunos más jóvenes.
—El de la carnicería de la calle José María Ezeiza. ¡Murió en el 73!
—¡Y Beltrán, también! ¡Era el hermano! —dijo otro.
En sólo un mes se reportó haber visto a Mauro Verea y Carmencita. Vieron pasar a Rubén Apoloni (en su bicicleta mini-roda), al fundador de de una conocida tienda de la calle French, al primer dueño de la Farmacia Vidal, a todos los integrantes de la primer comisión directiva del Club Ezeiza. A muchos de la del Roca, como los Castro, Dieguez y varios más. También vieron a viejos jugadores de fútbol del club vecinal. La lista era interminable, nadie sabía qué ocurría, pero lo cierto es que ya no se sabía si estabas viendo a un vivo o a un muerto.
Una comisión de vecinos se presentó en la Municipalidad exigiendo ver a Granados.
—¿Y qué quieren que haga? ¡Que ponga a todos los fantasmas a pintar las salitas de primeros auxilios para que no anden al cuete por ahí! —les contestó el Intendente, ya cansado de los vecinos más rompequinotos.
—¡Vayamos a ver al cura! —dijo uno de ellos.
Y allí salieron todos. Decidieron concentrarse primero en Ituzaingó y Presidente Perón, ahí frente a la plaza. Querían que llegara más gente. Algunos aprovecharon para ir a buscar antorchas, otros vinieron con horquillas y rastrillos. ¡No sabían para qué! Pero decían que así presionarían a cualquier autoridad y le meterían miedo, fuera de la tierra o del cielo.
Luego de juntarse una cantidad importante de vecinos, salieron con sus antorchas, horquillas y rastrillos, caminando en multitud a hablar con el cura.
—Usted tiene que hacer algo. ¡Para eso es el cura! —le dijo un vecino luego de que lograron hacerlo salir tirando pedradas a la casa parroquial.
—¡Podían haber tocado el timbre! —les recriminó el cura.
—¡Díganos qué va a hacer! —le gritó otro, exaltado.
—¡Soy un simple cura! ¡No sé! Les puedo dar algún consejo...
—¡Tiene que celebrar una misa para que se vayan de una vez! —le dijo un vecino de La Unión—. ¡Allá por Sol de Oro nos tienen locos! ¡Andan como mil dando vueltas día y noche!
—¡Y encima se te meten por todos lados! ¡Atraviesan las paredes como nada! ¡Uno ya no puede tener intimidad! —agregó otro al que se le había metido un fantasma en el baño.
Un canillita (que nadie sabía si estaba vivo o muerto, porque ya casi no hay) aprovechó el barullo y gritaba: “¡¡Compre La Palabra!! ¡¡Excelente artículo sobre la crisis de los fantasmas en Ezeiza!!”.
—¡Bah! Debe ser mentira lo que dice ahí. ¡Qué le vas a creer al Director del diario si se la pasa escribiendo sobre muertos! —gritó uno del fondo.
—Bueno, está bien. Voy a celebrar la misa que quieren. ¡Pero no les garantizo el resultado! Pasado mañana a las ocho de la noche.
Dicho esto, el cura se dio media vuelta y entró a la casa parroquial enojado, y sin saludar a nadie.
Y al fin llegó el día en que se celebraría la misa. El cura, con mucha tranquilidad, se dirigió con sus objetos litúrgicos hacia el altar para preparar todo. Sorpresa se llevó cuando se encontró con la iglesia llena a las seis y media de la tarde.
No más ingresó al templo, dio media vuelta y volvió a la sacristía asustado.
—¿Ya son las ocho? ¡Pensé que eran las seis y media! —le dijo a su ayudante mientras miraban el reloj.
—Nooo. Son las siete menos veinte. ¿Por qué?
—¡Está la iglesia llena! ¡Estos locos se vinieron antes! —insistió el cura.
El ayudante se levantó de su asiento en la sacristía y fue a ver. Se asomó y...
—¡Pero, Padre...! ¡No hay nadie! —le dijo mientras miraba si el cura no se había tomado antes todo el vino Mistela que guardaba en la sacristía.
Ambos se asomaron y...
—¡Pero no los ves! ¡Está llena! —insistió el cura.
—¡Yo no veo nada! —insistió a su vez el monaguillo.
Ambos se miraron y sin decir palabra comprendieron la situación.
—¡Se me llenó la iglesia de fantasmas! ¡Por favor, señor, ilumíname! —expresó el cura elevando su mirada al cielo.
Y fue así. La iluminación llegó un instante después que la había solicitado. Recordó una ceremonia que realizaban los mormones.
—¡Eso es! ¡Los voy a amenazar! ¡Gracias, Dios! ¡Sabía que no me abandonarías!
Ya más calmado y con mucho aplomo, salió el cura al encuentro de los que llenaban su iglesia.
—A ver, a ver. Díganme, ustedes. ¡¿Qué andan haciendo por acá?¡ ¡Allá arriba deberían estar! ¡Y no acá abajo! ¡Cada cosa en su lugar, señores y señoras! —les recriminó el cura con mucha autoridad.
Los fantasmas se miraron sorprendidos por el aplomo del cura. ¡No se había asustado ni un poquito!
—¡Y por qué nos vamos a ir si no queremos! —dijo uno del cuarto asiento.
—¡Así que no quieren, eh!
—No queremos —insistió uno del primer banco.
—¡O se van, o los sello a todos! —les gritó el cura.
Los fantasmas se miraron sin entender con que los estaba amenazando el sacerdote.
—¿Qué va a hacer qué? —gritó uno del fondo.
—¿Se acuerdan cuando se casaron? “Hasta que la muerte los separe”, les dijo el sacerdote. Bueno, ahora voy a hacer algo más. Los voy a unir por toda la eternidad. ¡Un casamiento eterno!
—¿Quéééé? ¿Cómo? ¿Qué dijo?
Se miraban sorprendidos los fantasmas.
—Usted no puede hacer eso. ¡Yo fui seminarista y no hay ninguna ceremonia de ese tipo! —gritó el fantasma seminarista.
—Sí se puede. Un mormón me enseñó cómo hacerlo —le contestó el cura.
El fantasma seminarista reflexionó y recordó que había estudiado que los mormones hacían eso.
—¡Sí, puede! ¡Tiene razón! ¡Puede hacerlo! —gritaba horrorizado.
—Y ahora empiezo. ¡Se van! ¡O los sello a todos! —insistió en voz alta el cura.
—Sí, ¡sí! ¡Yo quiero que me selle! —gritaba una fantasma del fondo, que nunca se había casado.
Entonces se acabó la calma que habían mantenido hasta ese momento y se armó un revuelo de aquellos. Muchos gritaban desesperados tomándose la cabeza. Otros corrían de aquí para allá chocándose entre ellos y contra las paredes.
—¡Pero si hasta nos olvidamos que podemos atravesar todo! —gritó uno, mientras traspasaba la pared para correr hacia el cuartito de Alcohólicos Anónimos.
Otro corrió hacia el cuarto que da a la calle Ituzaingó y comenzó a girar en círculo agarrándose la cabeza.
—¡Noo! ¡Noo! ¡Vayan hacia arriba! ¡Para el costado nooo! ¡Para arriba! —les gritaba el cura que, desesperado, veía que salían corriendo para cualquier lado menos adonde debían ir.
Algunos, al observar la indicación del cura, armaron una torre de fantasmas tratando de llegar lo más alto posible.
—¡Ay, Dios mío! ¡Encima son burros! —se lamentaba el cura mientras los veía armar la torre.
—Por favor, Diosito. ¡Que se produzca el milagro! ¡Pero ya! —imploraba el sacerdote mirando al cielo.
Y el milagro se produjo. Una luz segadora descendió del cielo y atravesó el techo de la iglesia llevándose uno por uno a los fantasmas que, aliviados, sonreían como quien se salva de un naufragio.
Se hizo el silencio. Parecía que todos se habían ido.
—¿Y, padre? ¿Qué pasó? ¿Se fueron? —le preguntó el monaguillo.
—Parece que sí. Ya no hace falta la misa. Se terminó.
Después de aquel día, las apariciones disminuyeron drásticamente. Sin embargo, muy de vez en cuando se manifiestan, unos por Suárez, otros por Spegazzini.
Tiempo después, alguien se dio cuenta de que muchos de los que volvían nunca se habían casado. Es más: muchas veces los veían en pareja. Por ejemplo, a una fantasma se la vio radiante con un fantasmo, a la vera de la 205, y también se vieron fantasmes en yunta. ¿Estará bien decirles así, con esto del lenguaje inclusivo?
En fin, hay espectros inmunes a la amenaza del cura. Y, bueno, hicieron como fantasmas lo que no pudieron hacer como vivos.

(*) Es autor del libro Cuentos (2009), integrado por las historias “La moneda mágica”, “Mariana” y “La verdadera historia de Gaspar”.

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