Por Beatriz Sarlo (Agencia TELAM)
Mariana Enriquez ha publicado varios libros de relatos y dos
novelas. “Éste es el mar”, la tercera, aparece ahora, cuando los “restos de
carmín” del rock han palidecido frente a los maquillajes más pesados del pop,
pop rock, pop balada, pop punk y pop del pop.
Enriquez nació en 1973, fecha que le permite conocer los
mitos y las historias del “mundo rock” antes de que se convirtiera en otra
cosa, distante y parecida. Es, también, una periodista, subeditora de Radar, la
revista cultural que todos los domingos acompaña a Página/12, un espacio
sensible (hasta el detalle) con la “actualidad” de la música y el cine. Los
datos conducen a un clásico: “Rastros de carmín”, de Greil Marcus, que ha
cumplido su promesa de ser “Una historia secreta del siglo XX”.
Este libro publicado en 1989, apegado al punk y
especialmente a los Sex Pistols, pudo haber sido una lectura adolescente de
Mariana Enriquez.
Imagino esa lectura, porque “Éste es el mar” se ubica en un
tiempo narrativo posterior, cuando ya todos han muerto: Presley, Lennon, Sid
Vicious, Kurt Cobain. El personaje central de la novela se mueve en la era “post”,
donde se llenan los estadios con música que casi no se escucha, sino que pasa
por la mirada y por el cuerpo: música óptico-física, cuyo medio son las
pantallas gigantes a los costados de los escenarios, el cerrado contacto
material y la certeza de que “se estuvo allí”.
La novela de Enriquez presupone lectores que están al tanto
de los años entre la muerte de Presley hasta la conversión en pop de todas las
corrientes del rock y la balada. Quizá la prueba de esta conversión sea lo que
Miles Davis tomó del rock y le devolvió generosamente; y, sintonizando el
mercado, Tony Bennett cantando a dúo con Elvis Costello o con la melancólica k.
d. lang. Si hay una música que ha soportado con estoicismo las transformaciones
pop, esa es la del rock y el blues.
Enriquez sabe todo esto y escribe su novela para mostrar un
momento (no situado, pero actual) donde el sentimentalismo, el culto de la
estrella más allá de su música o independientemente de ella, y la pulsión
sexual caracterizan la relación de un público bien diferente al de las minorías
(crecientes, pero minorías) que consagraron el rock y el blues de Presley o el
punk británico.
Los Beatles son los que inventan el primer modelo de lo que
vendrá (con elecciones tan eclécticas y anticipatorias como para albergar, en
el “Álbum Blanco”, “Why don't we do it on the road” y las canciones cuyos
arreglos vocales e instrumentales son refinados y complejos).
La novela de Enriquez recorre, sin mencionarlo, este vasto
paisaje histórico siguiendo a John Warren, cantante de los Fallen, que provoca
la histérica devoción de sus fans, apropiadamente llamados “Angelitos”
(caídos).
Durante un tour americano de dos años se presenta en 350
conciertos cuyo plan repite cualidades que son, al mismo tiempo, monótonas y
paroxísticas: alcohol, cocaína, fotos y videos por millones, aullidos y,
después de cada recital, una chica “angelito” en la cama de Warren. Con este
material, Enriquez podría haber escrito una gran crónica, poniendo a funcionar
todos los procedimientos del periodismo que conoce bien. Habría entusiasmado a
los fanáticos y, quizá, despertado el desdén de los críticos de la mercantilización
rockera.
Pero Mariana Enriquez eligió otro género. En lugar de lo que
podría ser leído como crónica o como novela de costumbres juveniles, convirtió
en ficción algunos rasgos que el ensayista italiano Omar Calabrese consideró
signos de la postmodernidad. En primer lugar, la repetición como punto de
encuentro entre el artista y su público, que pide lo que ya ha escuchado del
ídolo, porque la innovación no confirma el contrato original entre la estrella
y sus fans que llegan hasta el recital para revivir lo conocido.
La serie asegura que las expectativas permanecerán tan
invariables como las respuestas que recibe. Todo cambio debe abstenerse de
provocar una ruptura, un salto en la continuidad, una fisura entre los fans,
sus expectativas y la música.
¿Cómo escribir una novela con estas líneas estéticas que me
atrevo a suponer en la “teoría” musical que examina Mariana Enriquez? Eligió
combinar un fenómeno sociológico, impecablemente reconstruido, con el fantasy
como género literario.
Enriquez parte de un dato: los artistas hiperpop e
hiperpopulares han encontrado la muerte trágica e inesperada: Lennon, Kurt
Cobain, Presley. Una sociedad invisible de fantasmas o hadas de la muerte está
dedicada a proporcionar la escena y la oportunidad para que los músicos más
populares se conviertan en Leyenda, algo que por sí solos no habrían alcanzado
de la forma más adecuada y espectacular.
Estas hadas de la muerte le encargan la tarea a quienes
previamente han sido entrenadas en todos los recitales del planeta para
comportarse como verdaderas fans.
Las hadas aprendices se vuelven visibles a voluntad para
servir los objetivos del gran plan; realizan un entrenamiento en la cultura del
público que rodea al músico elegido para convertirse en Leyenda, una vez que
haya logrado morirse apropiadamente. Llegado ese momento, cuando el hada de la
muerte elegida para la tarea culmina su entrenamiento, comienza el verdadero
trabajo.
A Helena, a quien le toca James Warren en este relato, la
introducen como secretaria de la banda Fallen durante la interminable gira por
los Estados Unidos. De allí en más empezará a trabajar sobre el cuerpo del
elegido, cuya muerte es requisito indispensable para llegar a ser Leyenda en el
recuerdo.
Este argumento sencillo se desarrolla en los escenarios del
fantasy: mares, ríos, bosques, cielos cambiantes, casas frente al mar, viejas
mansiones abandonadas con apropiados jardines, ciudades californianas cuyos
homeless son drogadictos y desahuciados, etc., etc. Por su precisa y
electrizada aspereza, algunos de estos escenarios recuerdan el de otro género,
el de la ciencia ficción. La histeria hiperbólica de las fanáticas “angelitas”
podría encajar en una escena urbana de novela de anticipación distópica.
Pero las leyes y los aprendizajes de las hadas de la muerte
están arraigados en el fantasy donde las transformaciones, los poderes y los
contrapoderes se suceden con la lógica de lo que se acepta como una magia
natural.
La novela es breve. Esa es una opción necesaria. Sus
materiales se convertirían en sellos repetitivos si Enriquez los hubiera
trabajado como líneas narrativas inagotables. Para evitar la monotonía (que
también es un peligro del fantasy), Helena, el hada que debe crear la escena de
muerte de John Warren, sucumbe a la realidad más humana de los sentimientos y
se enamora de quien debe convertir en Leyenda.
Otro episodio de novela (casi) psicológica, nos permite
conocer a la madre drogadicta del músico y otros pormenores de su infancia. No
estoy anticipando un final, ya que Enriquez trabaja lentamente estos cambios y
apariciones. Los anticipa como la cualidad romántica y barroca que el fantasy
no puede ni quiere evitar.
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