Por Ernestina Blanco | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Digital Snatch | #FiccionesEzeicenses
Aunque hoy sea domingo, Deolinda va por Los Quebrachos en dirección norte con su característico andar de pato en tierra mientras conversa con el celular oculto. Una nena y un nene la siguen al trote corto de sus piernas flacas; usan ropas y zapatillas visiblemente estrenadas por otra generación de usuarios y, de tanto en tanto, se quejan.
—¿Cuándo llegamos? Estoy cansada.
—¡Yo también!
La escena se repite con variaciones en cada esquina; Deolinda contesta algunas veces que falta poco. Por fin, se detienen frente a un portón que se abre lo indispensable para que pasen y se cierra de inmediato a sus espaldas. Deolinda arrea a los chicos que, asomados a sus caderas, contemplan el parque y los ventanales que lo reflejan, como espectadores inmersos en realidad aumentada. Una mujer de cabellos aclarados por manos profesionales y piernas alargadas por brevísimos shorts se acerca a recibirlos; la preceden un perro grande cuyo pelaje evoca el color de la manteca de maní y un nene y una nena de ojos transparentes que gritan al unísono “Deo, Deo”. El perro saluda a Deolinda con efusividad antes de husmear inquisitivamente a los acompañantes; la nena y el nene observan desde cierta distancia, súbitamente callados e inmóviles.
—Disculpemé, señora; no quería molestarla...
—No pasa nada, Deo. Suerte que vino mi amiga y no salí, que si no... Bueno, ahora te traigo.
La mujer desaparece por un ventanal que llega hasta el piso; ajena en apariencia a lo que ocurre, la amiga dialoga con un celular de tamaño mayor que los corrientes. Con movimientos de la cabeza, el perro fuerza las caricias de Deolinda que, entretanto, informa a los chicos locales sobre los otros: “Son mis nietos de verdá, tienen la edá de ustedes”. Los otros, sin dejar de aferrarse a los pantalones de la abuela, examinan el entorno con unos ojos enormes que casi no permiten ver sus caras.
—Acá tenés, Deo. ¡Che, pero qué ojazos tienen tus nietitos! ¿Quieren una masita, hermosos?
Los interpelados no pronuncian palabra ni se mueven ni la miran.
—Mmm... ¿Qué pasa? ¿Nunca ven gente? Vamos, vamos... sírvanse, que son súper ricas.
Como si fueran autónomas, dos manos pequeñas toman rápidamente sendas masas de la bandeja que la mujer les tiende con una sonrisa.
—¿Cómo se dice, eh? Se dice: “Gracias, señora”. Disculpelós, por favor; no van al jardín, ¿vio?
—Tranqui, Deo, todo bien; son relindos. Dale, nos vemos mañana tempranito. Chau, chiquis; llévense otra para el camino.
Deolinda agradece nuevamente y se despide de todos, incluido el perro. Cuando ya se aleja hacia el sur por las calles de El Trébol con sus nietos de ojos muy abiertos y labios demasiado apretados, la mujer de los shorts le dice a la amiga:
—¡Dios mío! ¿Vos viste esos chicos? ¡Decime para qué mierda tienen hijos!
La respuesta no se oye porque el nene y la nena de la casa se han arrimado al deck y preguntan con insistencia en voz cada vez más alta y aguda:
—Mamá, mamá, ¿por qué son pobres?
—¡Yo también!
La escena se repite con variaciones en cada esquina; Deolinda contesta algunas veces que falta poco. Por fin, se detienen frente a un portón que se abre lo indispensable para que pasen y se cierra de inmediato a sus espaldas. Deolinda arrea a los chicos que, asomados a sus caderas, contemplan el parque y los ventanales que lo reflejan, como espectadores inmersos en realidad aumentada. Una mujer de cabellos aclarados por manos profesionales y piernas alargadas por brevísimos shorts se acerca a recibirlos; la preceden un perro grande cuyo pelaje evoca el color de la manteca de maní y un nene y una nena de ojos transparentes que gritan al unísono “Deo, Deo”. El perro saluda a Deolinda con efusividad antes de husmear inquisitivamente a los acompañantes; la nena y el nene observan desde cierta distancia, súbitamente callados e inmóviles.
—Disculpemé, señora; no quería molestarla...
—No pasa nada, Deo. Suerte que vino mi amiga y no salí, que si no... Bueno, ahora te traigo.
La mujer desaparece por un ventanal que llega hasta el piso; ajena en apariencia a lo que ocurre, la amiga dialoga con un celular de tamaño mayor que los corrientes. Con movimientos de la cabeza, el perro fuerza las caricias de Deolinda que, entretanto, informa a los chicos locales sobre los otros: “Son mis nietos de verdá, tienen la edá de ustedes”. Los otros, sin dejar de aferrarse a los pantalones de la abuela, examinan el entorno con unos ojos enormes que casi no permiten ver sus caras.
—Acá tenés, Deo. ¡Che, pero qué ojazos tienen tus nietitos! ¿Quieren una masita, hermosos?
Los interpelados no pronuncian palabra ni se mueven ni la miran.
—Mmm... ¿Qué pasa? ¿Nunca ven gente? Vamos, vamos... sírvanse, que son súper ricas.
Como si fueran autónomas, dos manos pequeñas toman rápidamente sendas masas de la bandeja que la mujer les tiende con una sonrisa.
—¿Cómo se dice, eh? Se dice: “Gracias, señora”. Disculpelós, por favor; no van al jardín, ¿vio?
—Tranqui, Deo, todo bien; son relindos. Dale, nos vemos mañana tempranito. Chau, chiquis; llévense otra para el camino.
Deolinda agradece nuevamente y se despide de todos, incluido el perro. Cuando ya se aleja hacia el sur por las calles de El Trébol con sus nietos de ojos muy abiertos y labios demasiado apretados, la mujer de los shorts le dice a la amiga:
—¡Dios mío! ¿Vos viste esos chicos? ¡Decime para qué mierda tienen hijos!
La respuesta no se oye porque el nene y la nena de la casa se han arrimado al deck y preguntan con insistencia en voz cada vez más alta y aguda:
—Mamá, mamá, ¿por qué son pobres?
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