Por Arián Molina(*) | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Digital Snatch | #FiccionesEzeicenses
Hace un par de meses estuve internade en el Hospital de Ezeiza por razones de salud mental. Fueron varios días que parecieron largos meses. Compartí habitación con dos señoras, cada una con su rutina y sus propios problemas para contar. Más allá de un par de comentarios sobre el clima y la habitación en sí, no compartíamos mucho más.
Recuerdo haberme sentido atrapade en esta habitación tan pequeña y tan llena de gente, y transmitirle mi angustia a la doctora. Ella me dio un pase para salir de la habitación y poder recorrer el hospital, incluyendo los patios internos: un pedacito de verde en medio de tanto blanco.
Recorría el lugar unas cinco o seis veces por día. Bajaba, subía, me perdía, me volvía a encontrar. Me cruzaba con gente que me miraba con pena y otra que me miraba con desprecio: se ve que mi estado mental era tan malo que hasta físicamente se notaba. Nunca me molestaba en vestirme bien, recorría el hospital en pijama y pantuflas.
Me gustaba bajar de noche, cuando los pasillos estaban vacíos y el lugar parecía un laberinto gigante. Recuerdo haberme sentido le dueñe del lugar. Todo era para mí: los asientos vacíos, las luces blancas, los pasillos angostos, los ascensores que no andaban. Me gustaba recorrer el lugar y prestar atención a cada detalle.
Quizás sentía cierta afinidad por esos objetos. Ellos también estaban atrapados ahí: estáticos, impacientes, esperando al día, donde una nueva oleada de gente les hiciera sentir que valían algo, que eran algo. Todo en ese lugar me lo decía: las enfermeras, los médicos, las paredes, mi familia, mi cabeza. Esa era mi verdad: al final del día, yo era sólo un objeto más. Vacío de verdades, y dueño de un espacio gigantesco de nada.
Recuerdo haberme sentido atrapade en esta habitación tan pequeña y tan llena de gente, y transmitirle mi angustia a la doctora. Ella me dio un pase para salir de la habitación y poder recorrer el hospital, incluyendo los patios internos: un pedacito de verde en medio de tanto blanco.
Recorría el lugar unas cinco o seis veces por día. Bajaba, subía, me perdía, me volvía a encontrar. Me cruzaba con gente que me miraba con pena y otra que me miraba con desprecio: se ve que mi estado mental era tan malo que hasta físicamente se notaba. Nunca me molestaba en vestirme bien, recorría el hospital en pijama y pantuflas.
Me gustaba bajar de noche, cuando los pasillos estaban vacíos y el lugar parecía un laberinto gigante. Recuerdo haberme sentido le dueñe del lugar. Todo era para mí: los asientos vacíos, las luces blancas, los pasillos angostos, los ascensores que no andaban. Me gustaba recorrer el lugar y prestar atención a cada detalle.
Quizás sentía cierta afinidad por esos objetos. Ellos también estaban atrapados ahí: estáticos, impacientes, esperando al día, donde una nueva oleada de gente les hiciera sentir que valían algo, que eran algo. Todo en ese lugar me lo decía: las enfermeras, los médicos, las paredes, mi familia, mi cabeza. Esa era mi verdad: al final del día, yo era sólo un objeto más. Vacío de verdades, y dueño de un espacio gigantesco de nada.
(*)Integra el Taller de Escritura y Literatura de la Municipalidad de Ezeiza.
Esto No Está Chequeado | Sección no basada en hechos reales | Cualquier semejanza con la realidad es mala puntería | Contacto: ezeizaediciones@yahoo.com.ar
Blogger Comment