Por Carlos Renoldi | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Digital Snatch | #FiccionesEzeicenses
Hacía mucho frío, demasiado. ¿Quién no recuerda aquella nevada en Ezeiza? Plazas, estación de trenes, frentes de las casas, todo se cubrió de blanco, en un día inestable y lluvioso.
Me sorprendí mirando a través de la ventana cómo caían copos de distintos tamaños, cristales resplandecientes rebotando en el piso, en las rejas, en las paredes. Mis anhelos de pintor me hacían disfrutar de aquello como un óleo en movimiento.
Me froté los brazos dentro de mi ranchito. Prendí la radio a pilas y me dispuse a encender la salamandra, que yo mismo construí con un retazo de caño de gas, encontrado en el Camino Real, cerca del Centro Atómico.
Eran tiempos difíciles. Había que ingeniárselas. Aún no teníamos gas, así que recolectábamos leña y madera de la calle para pasar el otoño y el invierno. A veces escaseaba y había que aguantar.
Puse un trozo de eucaliptus, junto a a unas ramas, unas maderitas de un cajón de manzanas y unas páginas del diario La Palabra. Calenté agua en un jarrito y me preparé unos mates, que acompañé con unas galletas.
La salamandra empezó a apagarse al anochecer. Miré a mi alrededor buscando algún pedacito más de madera y descubrí que ya no tenía nada.
La temperatura bajaba. No quise acostarme. Tenía miedo de dormirme con ese clima helado.
En la radio sonó el grupo Vox Dei y me quedé observando la guitarra, escoltada por una caja de pinturas y un lienzo, que habían quedado de mis arrebatos de artista. Podía poner todo eso en la estufa.
“Ya sé”, me respondí a mí mismo y atraje hacia mí esa caja de viejos acrílicos endurecidos. Rescaté de allí un poco de rojo, algo de blanco, otro tanto de amarillo.
Subí el volumen de la FM y comencé a mezclar esos colores en el lienzo.
Sin darme cuenta, estaba pintando fuego. Los trazos se transformaban en llamas, en una hermosa incandescencia dentro de la habitación.
Apagué la radio y me puse a tocar mi guitarra. “De sol a sol, labrando tierra tendrás tu pan. Todos los ríos van al mar, pero este nunca se llenará”, empecé a cantar, dichoso y abrigado, alrededor del fogón.
Me sorprendí mirando a través de la ventana cómo caían copos de distintos tamaños, cristales resplandecientes rebotando en el piso, en las rejas, en las paredes. Mis anhelos de pintor me hacían disfrutar de aquello como un óleo en movimiento.
Me froté los brazos dentro de mi ranchito. Prendí la radio a pilas y me dispuse a encender la salamandra, que yo mismo construí con un retazo de caño de gas, encontrado en el Camino Real, cerca del Centro Atómico.
Eran tiempos difíciles. Había que ingeniárselas. Aún no teníamos gas, así que recolectábamos leña y madera de la calle para pasar el otoño y el invierno. A veces escaseaba y había que aguantar.
Puse un trozo de eucaliptus, junto a a unas ramas, unas maderitas de un cajón de manzanas y unas páginas del diario La Palabra. Calenté agua en un jarrito y me preparé unos mates, que acompañé con unas galletas.
La salamandra empezó a apagarse al anochecer. Miré a mi alrededor buscando algún pedacito más de madera y descubrí que ya no tenía nada.
La temperatura bajaba. No quise acostarme. Tenía miedo de dormirme con ese clima helado.
En la radio sonó el grupo Vox Dei y me quedé observando la guitarra, escoltada por una caja de pinturas y un lienzo, que habían quedado de mis arrebatos de artista. Podía poner todo eso en la estufa.
“Ya sé”, me respondí a mí mismo y atraje hacia mí esa caja de viejos acrílicos endurecidos. Rescaté de allí un poco de rojo, algo de blanco, otro tanto de amarillo.
Subí el volumen de la FM y comencé a mezclar esos colores en el lienzo.
Sin darme cuenta, estaba pintando fuego. Los trazos se transformaban en llamas, en una hermosa incandescencia dentro de la habitación.
Apagué la radio y me puse a tocar mi guitarra. “De sol a sol, labrando tierra tendrás tu pan. Todos los ríos van al mar, pero este nunca se llenará”, empecé a cantar, dichoso y abrigado, alrededor del fogón.
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