Por Arián Molina(*) | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Digital Snatch | #FiccionesEzeicenses
Era un día insoportable. La sensación térmica en Villa Golf era de 38°. En casa con el techo de chapa mi pieza parecía un horno. El ventilador largaba aire caliente y tampoco se podía poner mucho tiempo por el precio de la luz. Estaba aburrido y abombado, cansado de mirar el techo. Resignado, me levanté de mi cama. Adentro no se podía estar.
Salí afuera buscando un poco de aire, una leve brisa que aliviara el calor, una nube compañera que atenuara los rayos de sol. Por suerte, el cielo acompañó. Recibí la brisa con los brazos abiertos y me guardé un poquito en una bolsa para usar después.
Echado en el techo, me dediqué a observar las nubes. Se acercaba el atardecer, y la paleta de colores que pintaba el cielo era tan hermosa como variada. Me dio envidia, y con vergüenza le pedí prestado un par de tonalidades, que muy generosamente me fueron dadas.
Con los colores más fríos pinté una historia de invierno, y puse en la pintura mi brisa, que se convirtió en ventarrón. Agarré entonces los colores más cálidos, y creé un refugio en medio de la tormenta, una historia de resiliencia y hogar.
Después de pintar por lo que parecieron horas, me sentí hambriento. Estiré mis brazos y busqué un pedazo de nube para poder masticar. No era trabajo fácil: la mayoría estaban demasiado calientes por la acción del sol, que aun ocultándose seguía molestando. Encontré el pedazo perfecto en una nube chiquita e inquieta. Sabía a aventura y a cambio, y su humedad me reconfortó.
Las primeras estrellas empezaban a asomarse. Brillaban con tanta intensidad que me encandilaron, y me quedé maravillado cuando empezaron a bailar. Sus lucecitas dibujaban círculos, elipses, contaban historias: un Universo entero cambiando en una fracción de segundo. Me sentí atraído por ellas, y justo cuando estaba por alcanzar una con la punta de mi dedo, escuché un grito que venía de abajo:
—¡Matías, vení a tomar las pastillas!
Salí afuera buscando un poco de aire, una leve brisa que aliviara el calor, una nube compañera que atenuara los rayos de sol. Por suerte, el cielo acompañó. Recibí la brisa con los brazos abiertos y me guardé un poquito en una bolsa para usar después.
Echado en el techo, me dediqué a observar las nubes. Se acercaba el atardecer, y la paleta de colores que pintaba el cielo era tan hermosa como variada. Me dio envidia, y con vergüenza le pedí prestado un par de tonalidades, que muy generosamente me fueron dadas.
Con los colores más fríos pinté una historia de invierno, y puse en la pintura mi brisa, que se convirtió en ventarrón. Agarré entonces los colores más cálidos, y creé un refugio en medio de la tormenta, una historia de resiliencia y hogar.
Después de pintar por lo que parecieron horas, me sentí hambriento. Estiré mis brazos y busqué un pedazo de nube para poder masticar. No era trabajo fácil: la mayoría estaban demasiado calientes por la acción del sol, que aun ocultándose seguía molestando. Encontré el pedazo perfecto en una nube chiquita e inquieta. Sabía a aventura y a cambio, y su humedad me reconfortó.
Las primeras estrellas empezaban a asomarse. Brillaban con tanta intensidad que me encandilaron, y me quedé maravillado cuando empezaron a bailar. Sus lucecitas dibujaban círculos, elipses, contaban historias: un Universo entero cambiando en una fracción de segundo. Me sentí atraído por ellas, y justo cuando estaba por alcanzar una con la punta de mi dedo, escuché un grito que venía de abajo:
—¡Matías, vení a tomar las pastillas!
(*)Integra el Taller de Escritura y Literatura de la Municipalidad de Ezeiza y el programa radial “La última sopa de letras”.
Esto No Está Chequeado | Sección no basada en hechos reales | Cualquier semejanza con la realidad es mala puntería | Contacto: ezeizaediciones@yahoo.com.ar
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