Por Míster Afro | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Digital Snatch | #FiccionesEzeicenses
Angustiado por la inflación, Raúl Otamendi decidió ir al psicólogo para aplacar su creciente malestar. El vecino de Sol de Oro consultó honorarios a diversos profesionales y todo le pareció demasiado caro. Incluso, muchos le dijeron que la cifra se actualizaría mensualmente. Raúl casi se muere de un infarto de sólo escuchar valores.
Una vecina le chimentó que Doña Azucena, sanadora de Allá en el Sur, brinda un servicio más económico: la terapia de duende.
Con sus inquietudes a cuestas, Raúl llegó a la casa de Azucena, una vivienda de ladrillos a la vista, cercana a la base de salud de la calle Josefina Moscoso de Herrera.
La mujer lo hizo pasar al patiecito, bajo una parra. Tras servirle un vaso de agua, le pidió que le confesara sus problemas. Otamendi los sintetizó de la siguiente manera:
—La leche está carísima. El valor de los huevos cambia a cada rato. Voy al Día, al Coto o al chino, y es igual. A veces, el mismo producto tiene enormes diferencias entre un súper y otro. En un sitio conviene comprar galletitas, en otro bananas y en un tercero el papel higiénico. ¡Es una locura!
Sin rodeos, Azucena le contestó:
—Con lo que me describió, voy a prepararle un duende.
—¿Un duende?
—Exacto, señor Raúl.
—¿Y qué hago?
—Usted tiene que contarle sus penas. De alguna manera. él le va a responder. Lo va a ayudar a encontrar soluciones. Téngalo a mano, en su casa, bien cerca. Los duendes saben escuchar a las personas —dijo la sanadora. Luego le indicó la tarifa y aclaró—: 10% de descuento por pago en efectivo.
Esa misma noche, Raúl colocó un colorido duende de yeso en su mesita de luz. Insomne, empezó a detallarle cuánto ganaba, cuánto gastó en las fiestas, lo que había aumentado la carne, la verdura, los productos de limpieza.
Raúl se fue relajando y, en algún momento, se durmió. Al abrir los ojos, ya era la mañana y estaba aliviado. Giró la cabeza para saludar al duende y agradecerle el bienestar. La tranquilidad se derrumbó al descubrir su ausencia. Pensó en un robo. Se levantó de golpe, revisó puertas y ventanas. Nada estaba forzado. Sólo se hallaba abierta una ventanita de la cocina. Sin tener muy en claro lo que sucedía, volvió a lo de Azucena.
—Es la primera vez que me pasa algo así —le confirmó la pitonisa—. El duende se estresó con el relato y se mandó a mudar. Lo tengo acá en el fondo, temblando. Se metió adentro de una caja y no quiere salir.
La mujer le devolvió el dinero a Otamendi. Se lo transfirió por Mercado Pago y le retuvo el 30% por gastos operativos.
Raúl se marchó devastado y sigue atribulado. Cabizbajo, busca entre las góndolas precio, calidad y otro duende dispuesto a escucharlo.
Con sus inquietudes a cuestas, Raúl llegó a la casa de Azucena, una vivienda de ladrillos a la vista, cercana a la base de salud de la calle Josefina Moscoso de Herrera.
La mujer lo hizo pasar al patiecito, bajo una parra. Tras servirle un vaso de agua, le pidió que le confesara sus problemas. Otamendi los sintetizó de la siguiente manera:
—La leche está carísima. El valor de los huevos cambia a cada rato. Voy al Día, al Coto o al chino, y es igual. A veces, el mismo producto tiene enormes diferencias entre un súper y otro. En un sitio conviene comprar galletitas, en otro bananas y en un tercero el papel higiénico. ¡Es una locura!
Sin rodeos, Azucena le contestó:
—Con lo que me describió, voy a prepararle un duende.
—¿Un duende?
—Exacto, señor Raúl.
—¿Y qué hago?
—Usted tiene que contarle sus penas. De alguna manera. él le va a responder. Lo va a ayudar a encontrar soluciones. Téngalo a mano, en su casa, bien cerca. Los duendes saben escuchar a las personas —dijo la sanadora. Luego le indicó la tarifa y aclaró—: 10% de descuento por pago en efectivo.
Esa misma noche, Raúl colocó un colorido duende de yeso en su mesita de luz. Insomne, empezó a detallarle cuánto ganaba, cuánto gastó en las fiestas, lo que había aumentado la carne, la verdura, los productos de limpieza.
Raúl se fue relajando y, en algún momento, se durmió. Al abrir los ojos, ya era la mañana y estaba aliviado. Giró la cabeza para saludar al duende y agradecerle el bienestar. La tranquilidad se derrumbó al descubrir su ausencia. Pensó en un robo. Se levantó de golpe, revisó puertas y ventanas. Nada estaba forzado. Sólo se hallaba abierta una ventanita de la cocina. Sin tener muy en claro lo que sucedía, volvió a lo de Azucena.
—Es la primera vez que me pasa algo así —le confirmó la pitonisa—. El duende se estresó con el relato y se mandó a mudar. Lo tengo acá en el fondo, temblando. Se metió adentro de una caja y no quiere salir.
La mujer le devolvió el dinero a Otamendi. Se lo transfirió por Mercado Pago y le retuvo el 30% por gastos operativos.
Raúl se marchó devastado y sigue atribulado. Cabizbajo, busca entre las góndolas precio, calidad y otro duende dispuesto a escucharlo.
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