Por Gladys Noemí Páez | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Digital Snatch | #FiccionesEzeicenses
Esto sucedió un día cualquiera de esos de mitad de semana. Nada fuera de lo cotidiano en una jornada laboral: vender, organizar, asesorar, pagar cuentas, hacer pedidos. Todo entre mate y mate, algunos con yerba espumosa, otros lavados y fríos.
Así pasó el mediodía y llegó la tarde a Motos La Corta, con una clientela compuesta por vecinos, amigos y esos otros que, por ahí, no simpatizan mucho, pero vienen igual. Con todos, tenemos una relación de años. Ezeiza es un pueblo en el mejor de los sentidos y no trabajo con gente de paso, por fortuna.
A la tarde, en hora pico y entre el apuro del malón, tuve la necesidad de hacer algo infrecuente. Paré de golpe y busqué el teléfono de línea.
Un impulso dentro mío me llevó al aparato. Sin pensar, marqué el número de mi suegra. Hasta hoy me pregunto: ¿cómo lo hice, sin mirar la agenda? No lo sabía de memoria.
La cuestión es que me atendió una voz extraña, que decía incoherencias y lanzaba palabras sueltas. Era ella, Esther, pero rara, fuera de eje, mareada.
Corté y llamé a la ambulancia. La dirección exacta se me vino a la boca. Tampoco supe cómo sucedió, porque no sabía el número de la calle. Siempre iba caminando sin prestarle atención a la dirección.
Luego me comuniqué con Charly, mi marido e hijo de mi suegra. Salí urgente. Llegamos juntos a la casa. Encontramos a Esther sentada en el comedor.
—La luz celeste, la luz celeste, la luz celeste —repetía como en trance.
Algo ocurrió ese día, un hecho que no tiene explicación racional.
Creo que una luz celeste tuvo mucho que ver para que Esther se salve de un ACV que el médico le diagnosticó apenas la vio. Por esta causa fue internada de urgencia en el Hospital de Ezeiza.
Guardo la sensación amorosa de que tuvimos con Esther una de esas conexiones que van más allá del entendimiento.
Así pasó el mediodía y llegó la tarde a Motos La Corta, con una clientela compuesta por vecinos, amigos y esos otros que, por ahí, no simpatizan mucho, pero vienen igual. Con todos, tenemos una relación de años. Ezeiza es un pueblo en el mejor de los sentidos y no trabajo con gente de paso, por fortuna.
A la tarde, en hora pico y entre el apuro del malón, tuve la necesidad de hacer algo infrecuente. Paré de golpe y busqué el teléfono de línea.
Un impulso dentro mío me llevó al aparato. Sin pensar, marqué el número de mi suegra. Hasta hoy me pregunto: ¿cómo lo hice, sin mirar la agenda? No lo sabía de memoria.
La cuestión es que me atendió una voz extraña, que decía incoherencias y lanzaba palabras sueltas. Era ella, Esther, pero rara, fuera de eje, mareada.
Corté y llamé a la ambulancia. La dirección exacta se me vino a la boca. Tampoco supe cómo sucedió, porque no sabía el número de la calle. Siempre iba caminando sin prestarle atención a la dirección.
Luego me comuniqué con Charly, mi marido e hijo de mi suegra. Salí urgente. Llegamos juntos a la casa. Encontramos a Esther sentada en el comedor.
—La luz celeste, la luz celeste, la luz celeste —repetía como en trance.
Algo ocurrió ese día, un hecho que no tiene explicación racional.
Creo que una luz celeste tuvo mucho que ver para que Esther se salve de un ACV que el médico le diagnosticó apenas la vio. Por esta causa fue internada de urgencia en el Hospital de Ezeiza.
Guardo la sensación amorosa de que tuvimos con Esther una de esas conexiones que van más allá del entendimiento.
Esto No Está Chequeado | Sección no basada en hechos reales | Cualquier semejanza con la realidad es mala puntería | Contacto: ezeizaediciones@yahoo.com.ar
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