Por Rocío Vicentela(*) | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Digital Snatch | #FiccionesEzeicenses
Los lugares no se quedan en pausa mientras yo no estoy. Parece una idea bastante lógica, pero esto fue lo que me impactó cuando volví.
Veo edificios donde había baldíos, locales donde había casas, luces donde no había nada. Cambió Ezeiza. Creció y yo también. Me fui siendo niña y volví siendo adulta. De seguro mis ojos de aquel entonces agrandaban lo que hoy veo pequeño.
Lo que más me genera curiosidad es un departamento donde viví junto a mi familia. El espacio quedó cerrado durante diez años. Luego de limpiarlo y acomodarlo, pensé que, tal vez, en este rinconcito sí se detuvo el tiempo. El departamento no se transformó ni envejeció. Sólo se quedó, aquí, inmóvil, esperando el momento en que alguien abriera sus puertas otra vez.
***
Como ayer, sigo teniendo miedo a los aviones. Pierdo el aliento por unos milisegundos cada vez que una sombra con alas atraviesa el cielo, acompañado por un sonido estremecedor.
Todas y cada una de las veces, mi cerebro, por un instante, piensa que el avión se va a caer justo sobre mi cabeza. Y adiós al departamento y su espera. Adiós a mis pensamientos sobre la tierra que piso. Ese hipotético y catastrófico caso sería un poema irónico de mi vida: irnos yo y el rinconcito detenido en el tiempo por un avión que hizo una mala maniobra.
Pero eso no sucede. Por ahora, trato de convencerme de que los pilotos saben lo que hacen y no caerán sobre mi casa.
***
No puedo decir que haya cambiado la gente. Carezco de precisiones. Los recuerdos de la infancia están absorbidos por juegos y peleas entre hermanos. Lo sucedido con el resto de las personas se halla nublado. Alguna vez me lo cuestioné: ¿por qué no recuerdo a nadie en particular? ¿Qué me hizo Ezeiza cuando me fui? Como en el fin de una obra, el telón bajó y escondió los acontecimientos de aquellos años. Lo único que puedo asegurar es que me gusta este lugar, tanto en sus transformaciones como en lo que me esperó.
Veo edificios donde había baldíos, locales donde había casas, luces donde no había nada. Cambió Ezeiza. Creció y yo también. Me fui siendo niña y volví siendo adulta. De seguro mis ojos de aquel entonces agrandaban lo que hoy veo pequeño.
Lo que más me genera curiosidad es un departamento donde viví junto a mi familia. El espacio quedó cerrado durante diez años. Luego de limpiarlo y acomodarlo, pensé que, tal vez, en este rinconcito sí se detuvo el tiempo. El departamento no se transformó ni envejeció. Sólo se quedó, aquí, inmóvil, esperando el momento en que alguien abriera sus puertas otra vez.
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Como ayer, sigo teniendo miedo a los aviones. Pierdo el aliento por unos milisegundos cada vez que una sombra con alas atraviesa el cielo, acompañado por un sonido estremecedor.
Todas y cada una de las veces, mi cerebro, por un instante, piensa que el avión se va a caer justo sobre mi cabeza. Y adiós al departamento y su espera. Adiós a mis pensamientos sobre la tierra que piso. Ese hipotético y catastrófico caso sería un poema irónico de mi vida: irnos yo y el rinconcito detenido en el tiempo por un avión que hizo una mala maniobra.
Pero eso no sucede. Por ahora, trato de convencerme de que los pilotos saben lo que hacen y no caerán sobre mi casa.
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No puedo decir que haya cambiado la gente. Carezco de precisiones. Los recuerdos de la infancia están absorbidos por juegos y peleas entre hermanos. Lo sucedido con el resto de las personas se halla nublado. Alguna vez me lo cuestioné: ¿por qué no recuerdo a nadie en particular? ¿Qué me hizo Ezeiza cuando me fui? Como en el fin de una obra, el telón bajó y escondió los acontecimientos de aquellos años. Lo único que puedo asegurar es que me gusta este lugar, tanto en sus transformaciones como en lo que me esperó.
(*)Concurre al Taller de Escritura y Literatura de la Municipalidad de Ezeiza.
Esto No Está Chequeado | Sección no basada en hechos reales | Cualquier semejanza con la realidad es mala puntería | Contacto: ezeizaediciones@yahoo.com.ar
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