Por Carlos Renoldi | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Digital Snatch | #FiccionesEzeicenses
Aquella tarde de verano me encontraba con Gastón Amaya, el bajista de Sucio Dengue, mítica banda de rock de Ezeiza, que ha perdurado durante veinticinco años trabajando por nuestra cultura.
Nos íbamos a ver para compartir una picada y charlar un rato sobre motos y música, cuando me dijo que justo ese día tenía ensayo.
—Ah, bueno, voy —le dije en broma.
—¡Sííí! —me contestó, entusiasmado.
De esta manera, participé del encuentro. Con un Damián Moreno (el Narigón) totalmente sorprendido, fui recibido entre abrazos. Con grandes elogios y buena onda, Damián me presentó a quienes no me conocían.
Ya conectado el sonido, Damián comenzó a cantar a capella “El Loco”, canción que me pertenece.
Le arrebaté la guitarra a Fede, otro de los músicos, y lo acompañé en este viejo tema, que derivó en varios pasajes de Obreros del Sur, mi antigua banda.
Fue un momento emocionante. No esperaba que Damián recordara tan bien el repertorio de Obreros.
Tras aquella evocación, Sucio Dengue tiró sus composiciones de forma atronadora. Me acomodé en un sillón y disfruté del recital, mientras afuera, en la antesala, comenzaba a oler rico.
Después de unos seis o siete tracks, una voz femenina gritó desde la antesala:
—¡A comerrrrr!
Todos dejaron sus instrumentos y salieron raudos. Se sentaron a la mesa y degustaron unas tremendas hamburguesas caseras, con unas birritas bien frías. Por fortuna, yo también fui incluido en la bacanal.
Luego del ritual gastronómico, condimentado con risas y anécdotas, volvimos a la sala, donde me regalaron algunos clásicos del primer disco, como “El rock de la playa” y “Bandera negra”.
Pasada la medianoche nos despedimos con comentarios y agradecimientos mutuos.
En casa me di una ducha rápida y me acosté. En la cama, entrada la madrugada, no podía dormir. Un silbido inundaba la habitación.
Puse una tableta para ahuyentar a los mosquitos, pero no hubo caso. Sucio Dengue seguía zumbando en mis oídos.
Nos íbamos a ver para compartir una picada y charlar un rato sobre motos y música, cuando me dijo que justo ese día tenía ensayo.
—Ah, bueno, voy —le dije en broma.
—¡Sííí! —me contestó, entusiasmado.
De esta manera, participé del encuentro. Con un Damián Moreno (el Narigón) totalmente sorprendido, fui recibido entre abrazos. Con grandes elogios y buena onda, Damián me presentó a quienes no me conocían.
Ya conectado el sonido, Damián comenzó a cantar a capella “El Loco”, canción que me pertenece.
Le arrebaté la guitarra a Fede, otro de los músicos, y lo acompañé en este viejo tema, que derivó en varios pasajes de Obreros del Sur, mi antigua banda.
Fue un momento emocionante. No esperaba que Damián recordara tan bien el repertorio de Obreros.
Tras aquella evocación, Sucio Dengue tiró sus composiciones de forma atronadora. Me acomodé en un sillón y disfruté del recital, mientras afuera, en la antesala, comenzaba a oler rico.
Después de unos seis o siete tracks, una voz femenina gritó desde la antesala:
—¡A comerrrrr!
Todos dejaron sus instrumentos y salieron raudos. Se sentaron a la mesa y degustaron unas tremendas hamburguesas caseras, con unas birritas bien frías. Por fortuna, yo también fui incluido en la bacanal.
Luego del ritual gastronómico, condimentado con risas y anécdotas, volvimos a la sala, donde me regalaron algunos clásicos del primer disco, como “El rock de la playa” y “Bandera negra”.
Pasada la medianoche nos despedimos con comentarios y agradecimientos mutuos.
En casa me di una ducha rápida y me acosté. En la cama, entrada la madrugada, no podía dormir. Un silbido inundaba la habitación.
Puse una tableta para ahuyentar a los mosquitos, pero no hubo caso. Sucio Dengue seguía zumbando en mis oídos.
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