Por Carlos Renoldi | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Digital Snatch | #FiccionesEzeicenses
Desde la usina del Centro Atómico solía escucharse el silbato que advertía a los automovilistas su acercamiento al paso a nivel del Camino Real.
Aunque en aquellos días el tránsito vehicular era escaso, el Trencito disminuía su velocidad a unos cien metros antes y pasaba por el lugar a poco más que a paso de hombre.
Me gustaba verlo. Asomaba desde la espesura del bosque y luego se perdía lento como perdonando al tiempo, rumbo a la cárcel de Ezeiza.
Una tarde, el Trencito llegaba y el gaucho Hergo de La Celia se disponía a atravesar las vías con su viejo Renault 12.
A pesar de avistar a la locomotora a unos quince metros, Hergo se arriesgó suponiendo que tenía minutos de sobra. No contó con que justo sobre las vías se empacaría el motor del 12.
Ya no eran quince los metros que separaban al 12 de la locomotora, eran diez, pero el gaucho confiaba en que su Renault arrancaría y no dejaba de hacer girar el burro, mientras que, con ojos desorbitados, veía al tren cada vez más grande.
Ya no eran diez metros, eran cinco. El pito no dejaba de sonar. El maquinista asomaba medio cuerpo haciendo señales desesperadas para que abandone el auto.
Dos metros, pito y arranque. Un metro, pito y arranque. El 12 no respondía y la locomotora era arrastrada por el peso de los vagones cargados con fuel. Todo sucedía a vertiginosa lentitud.
Al final llegó el impacto. La formación empujó suave al 12 unos tres o cuatro metros sobre las vías. El maquinista gritaba. Hergo trataba de correrse hacia el asiento del acompañante, mirando a la locomotora que quería entrar por la ventanilla.
El gaucho se bajó del auto. El maquinista descendió de la locomotora. Ambos se agarraban la cabeza. No hubo que lamentar heridos, de puro milagro.
El Trencito dejó de pasar hace más de 30 años y a las vías las devoró la maleza. Pero yo, cuando paso por ahí, freno, escucho y aún miro con mucho atención.
Aunque en aquellos días el tránsito vehicular era escaso, el Trencito disminuía su velocidad a unos cien metros antes y pasaba por el lugar a poco más que a paso de hombre.
Me gustaba verlo. Asomaba desde la espesura del bosque y luego se perdía lento como perdonando al tiempo, rumbo a la cárcel de Ezeiza.
Una tarde, el Trencito llegaba y el gaucho Hergo de La Celia se disponía a atravesar las vías con su viejo Renault 12.
A pesar de avistar a la locomotora a unos quince metros, Hergo se arriesgó suponiendo que tenía minutos de sobra. No contó con que justo sobre las vías se empacaría el motor del 12.
Ya no eran quince los metros que separaban al 12 de la locomotora, eran diez, pero el gaucho confiaba en que su Renault arrancaría y no dejaba de hacer girar el burro, mientras que, con ojos desorbitados, veía al tren cada vez más grande.
Ya no eran diez metros, eran cinco. El pito no dejaba de sonar. El maquinista asomaba medio cuerpo haciendo señales desesperadas para que abandone el auto.
Dos metros, pito y arranque. Un metro, pito y arranque. El 12 no respondía y la locomotora era arrastrada por el peso de los vagones cargados con fuel. Todo sucedía a vertiginosa lentitud.
Al final llegó el impacto. La formación empujó suave al 12 unos tres o cuatro metros sobre las vías. El maquinista gritaba. Hergo trataba de correrse hacia el asiento del acompañante, mirando a la locomotora que quería entrar por la ventanilla.
El gaucho se bajó del auto. El maquinista descendió de la locomotora. Ambos se agarraban la cabeza. No hubo que lamentar heridos, de puro milagro.
El Trencito dejó de pasar hace más de 30 años y a las vías las devoró la maleza. Pero yo, cuando paso por ahí, freno, escucho y aún miro con mucho atención.
Esto No Está Chequeado | Sección no basada en hechos reales | Cualquier semejanza con la realidad es mala puntería | Contacto: ezeizaediciones@yahoo.com.ar
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