Por Carlos Renoldi | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Digital Snatch | #FiccionesEzeicenses
Mi tío Pedro y mi papá jugaban al tiro al blanco. Era una rutina de los domingos en la casa de la abuela Ramona, durante la sobremesa después de los típicos asados donde se reunía la familia. Eran los días de mi niñez, cuando las casas en Villa Guillermina estaban muy dispersas entre sí.
Las descargas se realizaban contra el paredón de ladrillos de treinta centímetros, de la vieja casona. Ponían desde alguna lata de durazno hasta una tapita de gaseosa, a las que mi viejo siempre daba en el centro y las convertía en arandelas. El tinto era el mejor aliado de los hombres. Las mujeres charlaban y los chicos andábamos dando vueltas por ahí.
Mi viejo tenía una pistola Tala, casi de competición. El tío Pedro contaba con un pequeño 22 corto, con el que no podía rivalizar, pero eso no era inconveniente para el espectáculo.
Entre ellos, cada vez se ponían pruebas más difíciles. Tan es así que un día el tío Pedro desafió a mi viejo proponiéndole que le disparara a la cabeza. Él iba a detener la bala con la boca como hacían algunos intrépidos en los circos del lejano oeste, esos que llegaban a nuestro hogar a través de la tele blanco y negro.
La cosa se puso picante y llamó la atención de todos, que mirábamos convencidos de que no llevarían adelante semejante locura. Mi madre rezongaba. Yo era un nene y sentía mis manos transpiradas.
Mi viejo tomó el 22 corto del tío. Respiró hondo. Apuntó y, sin vacilar, gatilló. Nos quedamos en silencio. El tiempo se detuvo.
El tío dio una sacudida de cabeza hacia un costado. Miró a todos lados, como aturdido, para luego sacar una sonrisa sarcástica y escupir la bala en su mano, ante los gritos de asombro, las muestras de alivio y el enojo de la abuela.
Cuando festejábamos la hazaña, pude ver que, ese domingo, al tío Pedro se le había caído un diente.
Las descargas se realizaban contra el paredón de ladrillos de treinta centímetros, de la vieja casona. Ponían desde alguna lata de durazno hasta una tapita de gaseosa, a las que mi viejo siempre daba en el centro y las convertía en arandelas. El tinto era el mejor aliado de los hombres. Las mujeres charlaban y los chicos andábamos dando vueltas por ahí.
Mi viejo tenía una pistola Tala, casi de competición. El tío Pedro contaba con un pequeño 22 corto, con el que no podía rivalizar, pero eso no era inconveniente para el espectáculo.
Entre ellos, cada vez se ponían pruebas más difíciles. Tan es así que un día el tío Pedro desafió a mi viejo proponiéndole que le disparara a la cabeza. Él iba a detener la bala con la boca como hacían algunos intrépidos en los circos del lejano oeste, esos que llegaban a nuestro hogar a través de la tele blanco y negro.
La cosa se puso picante y llamó la atención de todos, que mirábamos convencidos de que no llevarían adelante semejante locura. Mi madre rezongaba. Yo era un nene y sentía mis manos transpiradas.
Mi viejo tomó el 22 corto del tío. Respiró hondo. Apuntó y, sin vacilar, gatilló. Nos quedamos en silencio. El tiempo se detuvo.
El tío dio una sacudida de cabeza hacia un costado. Miró a todos lados, como aturdido, para luego sacar una sonrisa sarcástica y escupir la bala en su mano, ante los gritos de asombro, las muestras de alivio y el enojo de la abuela.
Cuando festejábamos la hazaña, pude ver que, ese domingo, al tío Pedro se le había caído un diente.
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