Por Carlos Renoldi | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Digital Snatch | #FiccionesEzeicenses
Un clásico de los domingos era reunirnos los miembros del Grupo de Motociclistas Motores Sangrantes en los Bosques de Ezeiza. Fierreros, nos juntábamos a mirar pasar los autos y las motos.
Cuando los bosques se vaciaban y quedábamos solos los del Grupo, comenzaba un ritual que mantuvimos durante largos años.
Uno traía la olla, otros el arroz, la carne, la cebolla, los condimentos, y preparábamos alto guiso. En una cantina que se encontraba a pocos metros comprábamos los insumos que faltaban. El bolichero nos advertía que tengamos cuidado: a veces, algún malandra cruzaba el Matanza y hacía de las suyas.
Una noche, tras comer el tremendo guiso del Tano, se acercó lento un señor de unos ochenta años. Portaba una vieja escopeta de caño, oxidada. Se arrimó al grupo. Sorprendidos, lo miramos calladitos. Eran cerca de las doce.
—Buenas —saludó, seco.
—Buenas, buenas —le respondimos—, ¿cómo anda?
—Haciendo la recorrida —expuso en el mismo tono.
Cómplices, tratamos de contener la risa inocente que nos causaba la pinta del vigilador.
—Disfruten, pero no se descuiden. Acá pasan cosas raras —dijo y se marchó.
Terminada la cena, nos fuimos en caravana haciendo rugir los motores en medio del silencio de la noche hasta el Puente El Trébol, y después, cada uno a su casa.
Repetimos nuestra rutina el fin de semana siguiente. En la cantina, mientras compraba unas cervezas, vi la foto del viejo, sepia, enmarcada.
—¿Amigo tuyo el vigilador?
—pregunté al bolichero.
—¿De quién hablás?
—me respondió, sorprendido.
—El señor mayor, ese que tenés ahí en el cuadro, entre los paquetes de galletitas —dije.
—¿Ese? Ja, ja, ja. No puede ser. Ese era un viejito que hacia la seguridad del obrador cuando se hicieron las piletas en la época de Perón.
Cuando los bosques se vaciaban y quedábamos solos los del Grupo, comenzaba un ritual que mantuvimos durante largos años.
Uno traía la olla, otros el arroz, la carne, la cebolla, los condimentos, y preparábamos alto guiso. En una cantina que se encontraba a pocos metros comprábamos los insumos que faltaban. El bolichero nos advertía que tengamos cuidado: a veces, algún malandra cruzaba el Matanza y hacía de las suyas.
Una noche, tras comer el tremendo guiso del Tano, se acercó lento un señor de unos ochenta años. Portaba una vieja escopeta de caño, oxidada. Se arrimó al grupo. Sorprendidos, lo miramos calladitos. Eran cerca de las doce.
—Buenas —saludó, seco.
—Buenas, buenas —le respondimos—, ¿cómo anda?
—Haciendo la recorrida —expuso en el mismo tono.
Cómplices, tratamos de contener la risa inocente que nos causaba la pinta del vigilador.
—Disfruten, pero no se descuiden. Acá pasan cosas raras —dijo y se marchó.
Terminada la cena, nos fuimos en caravana haciendo rugir los motores en medio del silencio de la noche hasta el Puente El Trébol, y después, cada uno a su casa.
Repetimos nuestra rutina el fin de semana siguiente. En la cantina, mientras compraba unas cervezas, vi la foto del viejo, sepia, enmarcada.
—¿Amigo tuyo el vigilador?
—pregunté al bolichero.
—¿De quién hablás?
—me respondió, sorprendido.
—El señor mayor, ese que tenés ahí en el cuadro, entre los paquetes de galletitas —dije.
—¿Ese? Ja, ja, ja. No puede ser. Ese era un viejito que hacia la seguridad del obrador cuando se hicieron las piletas en la época de Perón.
Esto No Está Chequeado | Sección no basada en hechos reales | Cualquier semejanza con la realidad es mala puntería | Contacto: ezeizaediciones@yahoo.com.ar
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