Por Carlos Renoldi | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Digital Snatch | #FiccionesEzeicenses
En el Centro Atómico Ezeiza, donde trabajé durante tantos años, tuve alguna vez a cargo un tractor Fiat U25. Con su clásico color naranja, era un chiche y lo cuidaba como si fuera mío. Después del mediodía, iba con el tractorcito hasta el jardín maternal donde estaban los hijos de los empleados.
Le pedía permiso a la maestra para pasear un ratito a mi hijo Fede en la máquina. Lo sentaba a upa, y él, como un experto tractorista, lo manejaba hábilmente en la canchita de fútbol. Era un gustito que me daba algunas veces a la semana.
Después de un tiempo, le cambié el color. Lo puse de un bonito azul marino y lo mezquinaba más que a mi propio auto. Me molestaba que lo usaran, y siempre descubría cuando alguien se mandaba una macana.
Algunos años después, pese a mi dedicación, me lo sacaron y se lo dieron a otro grupo de trabajo. Carente de mis cuidados, fue abandonado en un rincón del taller y, luego, quedó tirado debajo de unos árboles, hasta hoy.
Hace unos días pasé por el lugar y lo vi. Me arrimé y lo recorrí melancólicamente con la mirada.
Estaba descascarado, dejando ver un poco su color naranja debajo del azul, con las ruedas en llanta, telarañas, algunos piezas faltantes, un árbol que atravesaba su esqueleto y salía por el volante.
Por curiosidad levanté el capot para ver el pequeño motor de dos cilindros, mientras recordaba las risas de Fede cuando lo piloteaba. “Qué pena, andaba tan lindo”, pensé.
Despidiéndome del tractorcito, y agradecido por los momentos vividos, apoyé una mano en la tapa de cilindros y noté que estaba caliente.
La quité de inmediato para no quemarme y vi que, por un orificio del radiador oxidado, el tractorcito hacía el último esfuerzo para saludarme con un fino hilo de vapor.
Después de un tiempo, le cambié el color. Lo puse de un bonito azul marino y lo mezquinaba más que a mi propio auto. Me molestaba que lo usaran, y siempre descubría cuando alguien se mandaba una macana.
Algunos años después, pese a mi dedicación, me lo sacaron y se lo dieron a otro grupo de trabajo. Carente de mis cuidados, fue abandonado en un rincón del taller y, luego, quedó tirado debajo de unos árboles, hasta hoy.
Hace unos días pasé por el lugar y lo vi. Me arrimé y lo recorrí melancólicamente con la mirada.
Estaba descascarado, dejando ver un poco su color naranja debajo del azul, con las ruedas en llanta, telarañas, algunos piezas faltantes, un árbol que atravesaba su esqueleto y salía por el volante.
Por curiosidad levanté el capot para ver el pequeño motor de dos cilindros, mientras recordaba las risas de Fede cuando lo piloteaba. “Qué pena, andaba tan lindo”, pensé.
Despidiéndome del tractorcito, y agradecido por los momentos vividos, apoyé una mano en la tapa de cilindros y noté que estaba caliente.
La quité de inmediato para no quemarme y vi que, por un orificio del radiador oxidado, el tractorcito hacía el último esfuerzo para saludarme con un fino hilo de vapor.
Esto No Está Chequeado | Sección no basada en hechos reales | Cualquier semejanza con la realidad es mala puntería | Contacto: ezeizaediciones@yahoo.com.ar
Blogger Comment