Por Torosaurio | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Digital Snatch | #FiccionesEzeicenses
Bocha Atarramendi vivía en una casita de barrio El Tala con su esposa Chiqui, su hija Romina y el yerno Adrián.
De 76 años, Bocha amaba captar a los convivientes para relatarles eternas remembranzas de cuando fue ingeniero aeroespacial en su Chaco natal. Disfrutaba también de juntar tuercas, cartones, plastiquitos, alambres y demás tesoros para guardarlos en el galponcito del patio.
Una tarde de domingo, Chiqui y Romina lo vieron a Bocha entrar con un fierro oxidado levantado en la calle Tucumán. Adrián las oyó quejarse por los hábitos del jubilado y sugirió tirar sus porquerías sin que él se entere.
Durante la madrugada, Chiqui, Romina y Adrián aprovecharon el sueño de Bocha y entraron en su depósito. Se encontraron con una montaña de pendorchos que tocaba el techo de chapa. Tiraron dos tercios.
Bocha se indignó al comprobar que su territorio había sido invadido y vaciado parcialmente. ¿Cómo podía ser que su propia sangre le clavara semejante facón por la espalda?
Se encerró en el galpón. Desde afuera, Chiqui, Romina y Adrián lo oían revolver sus cachivaches entre sollozos e injurias.
—Ya se le va a pasar —predijo el yerno.
Grande fue la sorpresa al ver que, luego de tres horas, el techo fue agujereado por un cohete fabricado con los chirimbolos supervivientes a la limpieza.
El vehículo enfiló al norte y se esfumó entre las nubes. En una banqueta quedó una notita de despedida. Chiqui y Romina lloraron desconsoladamente.
—Ya va a volver —opinó Adrián.
Al día de la fecha, Bocha continúa ausente.
Chiqui, Romina y Adrián sospechan que Atarramendi construyó una casita en el Impenetrable y volverá cuando los tapires, pecaríes y yaguaretés se cansen de sus historias. Mientras, los tres se repiten que lo extrañan, que ansían su retorno y que la próxima tendrán más paciencia con las anécdotas y los bártulos.
Para recordarlo, hicieron enmarcar y colgar en la cocina la cartita de Bocha: “A la vuelta les cuento cómo me fue”.
De 76 años, Bocha amaba captar a los convivientes para relatarles eternas remembranzas de cuando fue ingeniero aeroespacial en su Chaco natal. Disfrutaba también de juntar tuercas, cartones, plastiquitos, alambres y demás tesoros para guardarlos en el galponcito del patio.
Una tarde de domingo, Chiqui y Romina lo vieron a Bocha entrar con un fierro oxidado levantado en la calle Tucumán. Adrián las oyó quejarse por los hábitos del jubilado y sugirió tirar sus porquerías sin que él se entere.
Durante la madrugada, Chiqui, Romina y Adrián aprovecharon el sueño de Bocha y entraron en su depósito. Se encontraron con una montaña de pendorchos que tocaba el techo de chapa. Tiraron dos tercios.
Bocha se indignó al comprobar que su territorio había sido invadido y vaciado parcialmente. ¿Cómo podía ser que su propia sangre le clavara semejante facón por la espalda?
Se encerró en el galpón. Desde afuera, Chiqui, Romina y Adrián lo oían revolver sus cachivaches entre sollozos e injurias.
—Ya se le va a pasar —predijo el yerno.
Grande fue la sorpresa al ver que, luego de tres horas, el techo fue agujereado por un cohete fabricado con los chirimbolos supervivientes a la limpieza.
El vehículo enfiló al norte y se esfumó entre las nubes. En una banqueta quedó una notita de despedida. Chiqui y Romina lloraron desconsoladamente.
—Ya va a volver —opinó Adrián.
Al día de la fecha, Bocha continúa ausente.
Chiqui, Romina y Adrián sospechan que Atarramendi construyó una casita en el Impenetrable y volverá cuando los tapires, pecaríes y yaguaretés se cansen de sus historias. Mientras, los tres se repiten que lo extrañan, que ansían su retorno y que la próxima tendrán más paciencia con las anécdotas y los bártulos.
Para recordarlo, hicieron enmarcar y colgar en la cocina la cartita de Bocha: “A la vuelta les cuento cómo me fue”.
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