Hasta los diecinueve viví en Monte Grande. Luego, me mudé a Ezeiza. Mi mente fue suplantando los recuerdos de la vieja casa en la calle Uruguay por la nueva vida.
Una noche atravesé una retahíla de sueños vinculados con el antiguo hogar. Soñé con mis padres, hermanos, la pequeña estantería llena de libros, la guitarra, los perros, el único gato que tuve, la abuela. Sentí inquietud y nostalgia.
Otra noche soñé con una sombra. Se plantó frente a la cama y me pidió ayuda. Desperté con la cabeza despejada: sabía de dónde venía esa sombra.
Decidí volver al antiguo hogar. Tomé el tren en la estación de Ezeiza y bajé en Monte Grande. Subí a un bondi y llegué al barrio.
Las calles habían sido asfaltadas. No quedaban ni rastros de pibes jugando a la pelota. El quiosco, a mitad de cuadra, estaba cerrado. Me sentía un extranjero.
Frente a la casa, decidí entrar. Trepé el portón. Me acerqué a la fachada descascarada y abrí la puerta con mi vieja llave. Todo seguía igual, aunque el polvo y las arañas se adueñaban de los muebles.
Recorrí buscando quién sabe qué. Fui a la habitación. Había olvidado que los monstruos existen. Debajo de la cama, reencontré a uno. Su pelo era un campo de canas marchitas. La cara triste, llena de arrugas y cicatrices, reflejaba el paso del tiempo.
Él había sobrevivido alimentándose de mi soledad, la tristeza, la angustia.
Sus ojos fríos y duros se clavaron en los míos. Yo había olvidado la infancia, los días de niño, aquel amigo imaginario con el que jugaba a las escondidas treinta años atrás.
Pasamos horas hablando de las aventuras compartidas. Él, oculto en la seguridad de la penumbra, rodeado de zapatillas gastadas y juguetes despedazados, y yo, fumando pucho tras pucho.
Él era el vivo recuerdo de lo que fui, de lo que soy, de lo que oculté en la memoria. Me sonrió, perdonando el olvido. En ese momento, mi fiel y viejo amigo murió junto a mí.
Una noche atravesé una retahíla de sueños vinculados con el antiguo hogar. Soñé con mis padres, hermanos, la pequeña estantería llena de libros, la guitarra, los perros, el único gato que tuve, la abuela. Sentí inquietud y nostalgia.
Otra noche soñé con una sombra. Se plantó frente a la cama y me pidió ayuda. Desperté con la cabeza despejada: sabía de dónde venía esa sombra.
Decidí volver al antiguo hogar. Tomé el tren en la estación de Ezeiza y bajé en Monte Grande. Subí a un bondi y llegué al barrio.
Las calles habían sido asfaltadas. No quedaban ni rastros de pibes jugando a la pelota. El quiosco, a mitad de cuadra, estaba cerrado. Me sentía un extranjero.
Frente a la casa, decidí entrar. Trepé el portón. Me acerqué a la fachada descascarada y abrí la puerta con mi vieja llave. Todo seguía igual, aunque el polvo y las arañas se adueñaban de los muebles.
Recorrí buscando quién sabe qué. Fui a la habitación. Había olvidado que los monstruos existen. Debajo de la cama, reencontré a uno. Su pelo era un campo de canas marchitas. La cara triste, llena de arrugas y cicatrices, reflejaba el paso del tiempo.
Él había sobrevivido alimentándose de mi soledad, la tristeza, la angustia.
Sus ojos fríos y duros se clavaron en los míos. Yo había olvidado la infancia, los días de niño, aquel amigo imaginario con el que jugaba a las escondidas treinta años atrás.
Pasamos horas hablando de las aventuras compartidas. Él, oculto en la seguridad de la penumbra, rodeado de zapatillas gastadas y juguetes despedazados, y yo, fumando pucho tras pucho.
Él era el vivo recuerdo de lo que fui, de lo que soy, de lo que oculté en la memoria. Me sonrió, perdonando el olvido. En ese momento, mi fiel y viejo amigo murió junto a mí.
(*)Concurre al Taller de Escritura y Literatura de la Municipalidad de Ezeiza y forma parte del programa radial La Última Sopa de Letras.
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