Por Carlos Renoldi | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Digital Snatch | #FiccionesEzeicenses
Nos habíamos reunido en mi casa de Villa Guillermina un grupo de músicos a comer un asadito y luego a zapar hasta la salida del sol. La idea era hacer un poco de rock, blues y, si daba, algo de folclore, tango, unas milongas.
Decidí abrir una botella de vino que hacía años guardaba para una velada especial. “La ocasión amerita”, pensé.
Le quité el polvo a la botella. Al observar su color, creí ver un rostro que me miraba sonriente desde el interior. Agité el recipiente y la cara desapareció. Volví a moverla y nada. Lo atribuí a los reflejos de la luz y le resté importancia al asunto.
La reunión pasó entre anécdotas, comentarios, risas. Al final yo solo me tomé todo el vino. Mis amigos optaron por la cerveza.
Durante la sobremesa, lejos de ponerme a tocar la guitarra y cantar, empecé a recordar cuentos. Uno, otro, diez, ¡decenas! Hablaba con igual conocimiento de cosas sucedidas en Ezeiza como de otras que se desplegaban en escenarios inhóspitos, como desiertos, selvas, aldeas medievales.
Todos se sorprendían mucho de mis palabras. No me conocían esta faceta. ¡Ni yo mismo! Nunca fue mi fuerte precisamente el relato y lo más extraño es que jamás imaginé que dentro mío estaban estas historias.
Entrada la madrugada, mis amigos empezaron a irse y uno me dijo:
—¡Te pasaste, Charly! ¿De dónde sacás estas anécdotas? ¿De los libros? ¿Las películas? ¡Al final ni agarramos los instrumentos!
Otro comentó:
—Loco, te pegó lindo el tinto.
Junté las cosas y lavé los platos cuando todos se fueron. Me sentía muy contento, con ganas de seguir hablando.
Fui al baño a lavarme la cara y cepillar los dientes.
Mientras miraba al espejo, me agarró un ataque de risa al descubrir que un vapor borravino salía de mi boca y se perdía por el ventiluz...
Decidí abrir una botella de vino que hacía años guardaba para una velada especial. “La ocasión amerita”, pensé.
Le quité el polvo a la botella. Al observar su color, creí ver un rostro que me miraba sonriente desde el interior. Agité el recipiente y la cara desapareció. Volví a moverla y nada. Lo atribuí a los reflejos de la luz y le resté importancia al asunto.
La reunión pasó entre anécdotas, comentarios, risas. Al final yo solo me tomé todo el vino. Mis amigos optaron por la cerveza.
Durante la sobremesa, lejos de ponerme a tocar la guitarra y cantar, empecé a recordar cuentos. Uno, otro, diez, ¡decenas! Hablaba con igual conocimiento de cosas sucedidas en Ezeiza como de otras que se desplegaban en escenarios inhóspitos, como desiertos, selvas, aldeas medievales.
Todos se sorprendían mucho de mis palabras. No me conocían esta faceta. ¡Ni yo mismo! Nunca fue mi fuerte precisamente el relato y lo más extraño es que jamás imaginé que dentro mío estaban estas historias.
Entrada la madrugada, mis amigos empezaron a irse y uno me dijo:
—¡Te pasaste, Charly! ¿De dónde sacás estas anécdotas? ¿De los libros? ¿Las películas? ¡Al final ni agarramos los instrumentos!
Otro comentó:
—Loco, te pegó lindo el tinto.
Junté las cosas y lavé los platos cuando todos se fueron. Me sentía muy contento, con ganas de seguir hablando.
Fui al baño a lavarme la cara y cepillar los dientes.
Mientras miraba al espejo, me agarró un ataque de risa al descubrir que un vapor borravino salía de mi boca y se perdía por el ventiluz...
Esto No Está Chequeado | Sección no basada en hechos reales | Cualquier semejanza con la realidad es mala puntería | Contacto: ezeizaediciones@yahoo.com.ar
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