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La Palabra de Ezeiza | Abril de 2024

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El secreto de un hombre feliz

Por Hugo Alberto Panza | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Digital Snatch


Hace muchos años que Horacio aparece por mi negocio frente al Club Roca pidiendo alguna ayudita. Puede que lo haga una vez por semana o cada quince días. En eso es muy prudente y respetuoso. No es el único que viene, muchos han pasado desde que abrí el local. Sin embargo, Horacio tiene una particularidad que lo diferencia notablemente del resto. Él siempre ingresa al comercio sonriente, desaliñado y despeinado como si recién saliera del interior de un huracán, con una campera rota en invierno o una remera sucia en verano. Su sonrisa llama la atención. Además de ser auténtica, le faltan algunos dientes. Si hay gente, se queda a un costado y espera pacientemente su turno. Siempre le doy varias monedas, o algún billete. Voy actualizando lo que le entrego a medida que pasa el tiempo calculando más o menos el aumento del costo de vida.
Me llamaba tanto la atención su alegría que siempre le preguntaba:
—¿Y hoy? ¿Por qué estás contento?
Entonces me contestaba:
―Y... no sé.
Miraba afuera y si había sol me decía “¡Porque hay sol!”. Pero si estaba nublado me decía: “¡Porque está nublado!”.
—¿Y por eso estás contento? —siempre le repreguntaba yo.
—Y... sí.
Una tarde de septiembre yo estaba en el negocio arreglando un televisor con mi vieja. Vi llegar a Horacio, siempre sonriente, y tuve una idea. Le dije:
—Vamos a hacer una cosa. Si lográs entrar serio, te doy dos billetes. Si te reís, te doy solo uno. De ahora en más, cuando vengas al negocio vamos a hacer así.
—¡Qué malo! —me increpó mi vieja.
Pero me intrigaba profundamente la alegría de este muchacho. Y digo muchacho aunque no estoy seguro de cuántos años tiene. Me cuesta calcular la edad de aquellos a los que les faltan algunos caramelos en el frasco. Es evidente que estar medio loco no es un obstáculo para su felicidad. Es más, muchas veces pensé que justamente esa es la causa.
Desde el día en que le propuse darle más cuanto más serio lograba entrar, Horacio hace un esfuerzo terrible por no sonreír en sus visitas. Veo que se acerca sonriente caminando por la vereda y, en el momento de abrir la puerta, intenta cambiar su expresión. ¡Pero nunca lo logra! En algunas ocasiones se tapa la boca con la mano, pero basta mirarle los ojos para descubrir su sonrisa interior.
—¡Eso es trampa! Tenés que sacar la mano ―le digo.  Por supuesto que al retirar la mano se puede ver la sonrisa de Horacio en toda su plenitud—. ¡Perdiste! ¡Te estás riendo!
—¡Pero es que vos me hacés reír! ―contesta, siempre sonriendo.
—¡Acordate! ―digo dándole un billete―. La próxima vez, si no te reís, te doy dos.
Por supuesto, Horacio se va sonriente. No importa lo que le dé. ¿Será que alguna glándula le funciona mal y un químico en el bocho lo hace feliz? Es evidente que es muy pobre, pero no parece importarle. ¿La felicidad es solo eso? ¿Algunos compuestos químicos que circulan por nuestra sangre? Si así fuera sería muy fácil. En todas las farmacias te podrían vender pastillas de felicidad. Pero existe un problema. No nos preocuparíamos por nada. Estaríamos totalmente inactivos. No estoy seguro qué ocurriría con una humanidad sin preocupaciones.
Una noche yo regresaba a mi casa en el coche. En el barrio habían cortado la luz. Era todo obscuridad. Mi auto ilumina bien y yo podía ver perfectamente muchos metros hacia delante. Eso me permitía anticipar a cualquier obstáculo que me presentara el camino. Me vino a la mente Horacio.
—¡Ya sé! ―dije―. ¡Seguro que por eso es feliz! ¡Síííííí! ¡Eso debe ser!
Al otro día él se presentó en mi negocio, sonriente como siempre. Le pregunté:
—¿Qué vas a hacer mañana?
—Y... no sé. Nada.
—¡Cómo que nada! ¡Seguro que algo tenés que hacer! 
—insistí
—Y... no sé. Nada —volvió a contestarme.
—¡Dale, pensá! Decime que tenés que hacer.
—Y... no sé. Changas.
—¿Qué changas?
Simplemente se encogió de hombros. Le di dos billetes y se fue saltando sonriente como la niña de Dánica Dorada. (Esto último solo lo entienden aquellos que andan por los cincuenta años).
—¡Lo sabía! —me dije a mí mismo—. No tiene la menor idea de lo que hará mañana. ¡Es eso! ¡Horacio vive en el presente! Su mente no tiene la capacidad de ver más allá. ¡Horacio no tiene preocupaciones!
Es como ir conduciendo un auto mirando un hermoso paisaje por la ventanilla, pero sin ver hacia delante. Horacio está disfrutando del paisaje. Mañana puede caer por un barranco o chocar de frente contra una montaña. Pero hasta ese preciso momento, solo se dedicó a disfrutar.
El ser humano es tal vez el único animal que vive en el pasado, en el presente y en el futuro. Cuando conducimos, disfrutamos del paisaje solo por unos instantes, porque nuestra principal preocupación está en lo que vendrá. Para poder seguir el viaje tenemos que esquivar todos los obstáculos y, para ello, nada mejor que verlos desde mucho antes que se presenten. De vez en cuando también echamos un vistazo por nuestro espejo retrovisor. Pero claro, todas estas precauciones tienen su costo. Casi no disfrutamos del paisaje. En nuestra mente compleja de ser humano, el pasado puede ser una carga y el futuro una preocupación. ¿Cómo disfrutar del presente entonces? ¿Cómo encontrar el justo equilibrio? Recuerdo ahora las palabras de Jesús cuando hablaba de la confianza en la providencia: No se inquieten por el día de mañana; el mañana se inquietará por sí mismo. A cada día le basta su aflicción (Mateo 6-34).
Pero parece que Dios nos ha puesto un desafío. Nos dio la capacidad de ver muy lejos y al mismo tiempo Jesús nos dice que disfrutemos del presente o que hagamos lo mejor que podamos con él (a cada día le basta su aflicción). No creo que nos haya querido decir que seamos totalmente despreocupados, sino más bien que miremos hacia delante solo lo necesario como para que el viaje tenga pocos sobresaltos y disfrutar del paisaje lo más posible. No es sencillo. Nadie dijo que lo sea. Pero estamos en el viaje y en movimiento. El hombre feliz no mira hacia delante y sin embargo Horacio sigue aquí, todavía no ha tenido ningún accidente. Es dichoso como ninguno y no tiene ningún bien material. Horacio me ha hecho pensar. Su simple presencia y su sonrisa me han hecho pensar.
Cuando en la vida se me plantean estos y otros interrogantes, compruebo que son dudas que ya han tenido otros seres humanos que pasaron por este mundo antes que yo y que, muchas veces, han dejado escritas sus experiencias. Parece que Jesús ya pensó en este problema y en cómo afecta la vida del presente del ser humano. Por suerte, el evangelista escribió el citado pasaje que ha llegado hasta mí dos mil años después. Sin embargo tuve que conocer la experiencia de Horacio para comprender la frase de Mateo 6-34. Quién sabe, tal vez a cada experiencia, le corresponda una frase del Evangelio. Tal vez cada pasaje necesita de su experiencia. Parece ser que el Evangelio necesita ser experimentado.

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