Por Míster Afro | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Digital Snatch | #FiccionesEzeicenses
Estábamos disputando nuestro Torneo de Metegol de los viernes cuando oímos, a eso de la medianoche, el timbre. No esperábamos a nadie, pero sabemos que el certamen se ha vuelto muy popular en la región y siempre hay alguien que pretende sumarse.
Salimos con Sugus y la Dedos Negros a ver quién andaba a esa hora por Guillermina. Nos encontramos con dos pibes, ropa deportiva, encapuchados. Pensamos en cerrar la puerta. Coordinados, descubieron sus rostros y aparecieron Lionel Messi y Lautaro Martínez.
—Somos nosotros. ¿Podemos pasar? —dijo Lío sin darnos tiempo.
Martínez agregó:
—Vencimos a Brasil en la Copa América, seguimos invictos y reafilados, pero antes de Qatar queremos medirnos con ustedes. Un tarotista nos recomendó que, para apuntalar la buena racha, debemos obtener juntos otro trofeo importante. Nos escapamos de la concentración con la idea de competir acá.
—Los podemos dejar ganar, muchachos —comentó Sugus, pragmático—. Todo sea por la selección.
—No sirve —explicó Lautaro—. Como decía Dante Panzeri: “El fútbol, para ser serio, tiene que ser juego”.
—Aceptamos el desafío —respondí—. No va a ser fácil. Somos los mejores.
Pasamos al quincho donde se encontraban Mick Jagger, Jade Shung, la Perra Escorpiana y Torosaurio. Acordamos enfrentarlos con equipos rotativos y pusimos en juego la Copa Ezeiza.
Messi y Martínez desplegaron infinidad de gambetas, amagues, pases, caños, lujos. El arquerito demostró tener el aplomo de Dibu Martínez. Sus defensores, volantes y delanteros componían coreografías de ballet. Abusaban del tiquitaca, de la posesión de pelota con pases cortos, y entonces, ahí, de contra y con algún molinete, lográbamos emparejar las acciones y dar batalla.
El partido se hizo cada vez más reñido. Nos olvidamos de que enfrentábamos a Messi y Martínez. Queríamos ganar. La victoria podía ser para cualquiera.
Sobre el final, en una acción dividida, el balón saltó y tocó el techo. Un delantero de ellos lo recibió y lo bajó de pecho. No sé cómo se desprendió del soporte metálico, gambeteó a los dos centrales, al portero, y se metió en al arco con pelota y todo. Fue una obra maestra. El gol del triunfo.
Lautaro subió a Messi a los hombros y empezaron a dar la vuelta olímpica. Al grito de “¡Agentina, Argentina!”, Messi levantaba las manos y su cara al cielo.
Entre abrazos y cánticos volvieron a colocarse las capuchas y salieron al trote por las calles del barrio. Detrás corrían orgullosos, resplandecientes, soñadores, los veintidós jugadores de nuestro metegol.
Salimos con Sugus y la Dedos Negros a ver quién andaba a esa hora por Guillermina. Nos encontramos con dos pibes, ropa deportiva, encapuchados. Pensamos en cerrar la puerta. Coordinados, descubieron sus rostros y aparecieron Lionel Messi y Lautaro Martínez.
—Somos nosotros. ¿Podemos pasar? —dijo Lío sin darnos tiempo.
Martínez agregó:
—Vencimos a Brasil en la Copa América, seguimos invictos y reafilados, pero antes de Qatar queremos medirnos con ustedes. Un tarotista nos recomendó que, para apuntalar la buena racha, debemos obtener juntos otro trofeo importante. Nos escapamos de la concentración con la idea de competir acá.
—Los podemos dejar ganar, muchachos —comentó Sugus, pragmático—. Todo sea por la selección.
—No sirve —explicó Lautaro—. Como decía Dante Panzeri: “El fútbol, para ser serio, tiene que ser juego”.
—Aceptamos el desafío —respondí—. No va a ser fácil. Somos los mejores.
Pasamos al quincho donde se encontraban Mick Jagger, Jade Shung, la Perra Escorpiana y Torosaurio. Acordamos enfrentarlos con equipos rotativos y pusimos en juego la Copa Ezeiza.
Messi y Martínez desplegaron infinidad de gambetas, amagues, pases, caños, lujos. El arquerito demostró tener el aplomo de Dibu Martínez. Sus defensores, volantes y delanteros componían coreografías de ballet. Abusaban del tiquitaca, de la posesión de pelota con pases cortos, y entonces, ahí, de contra y con algún molinete, lográbamos emparejar las acciones y dar batalla.
El partido se hizo cada vez más reñido. Nos olvidamos de que enfrentábamos a Messi y Martínez. Queríamos ganar. La victoria podía ser para cualquiera.
Sobre el final, en una acción dividida, el balón saltó y tocó el techo. Un delantero de ellos lo recibió y lo bajó de pecho. No sé cómo se desprendió del soporte metálico, gambeteó a los dos centrales, al portero, y se metió en al arco con pelota y todo. Fue una obra maestra. El gol del triunfo.
Lautaro subió a Messi a los hombros y empezaron a dar la vuelta olímpica. Al grito de “¡Agentina, Argentina!”, Messi levantaba las manos y su cara al cielo.
Entre abrazos y cánticos volvieron a colocarse las capuchas y salieron al trote por las calles del barrio. Detrás corrían orgullosos, resplandecientes, soñadores, los veintidós jugadores de nuestro metegol.
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