Hace algunos años un estudiante de Periodismo se acercó a la redacción con la meta de adquirir experiencia. Se ofreció a venir una o dos veces por semana para hacer algunas notas y acordamos incorporarlo como pasante.
Comenzó un lunes en pleno invierno. Llegó a las nueve, puntual. Apareció con una cámara de fotos Nikon y un grabador Philips con cassette, en un tiempo donde los celulares eran solo un teléfono. Andaba de saco, camisa, corbata, zapatos negros brillantes. Le dije que no era necesario usar ese atuendo. Remera y jean alcanzaban.
—Yo quiero ser como los comunicadores de la tele. Esta ropa es señal de jerarquía, seriedad, respeto —respondió—. Somos profesionales de la credibilidad.
Le dije algo así como “Sí, claro, por supuesto”, y tras compartir un café, le indiqué su primer caso. Adelina, vecina de Villa Guillermina, se quejaba de que desconocidos usaban como basurero un lote aledaño a su casa.
—Hablá con la señora. Es una mujer amable, viuda, sin hijos. Que te cuente cuánto hace que pasa esto. Preguntale si llamó a la Delegación y dejó asentado el reclamo. Si el terreno es suyo, o si sabe algo de los dueños. Sacá fotos. Anotá todos los detalles que te parezcan interesantes.
Mario salió a la calle con estas instrucciones. No había pasado ni media hora cuando sonó el teléfono.
—Señor —era la voz de Adelina—, ¿usted mandó a un periodista por lo del basural?
—¿Ya están conversando?
—Dígale que vuelva.
—¿Pasó algo?
—Nada, nada. Avísele que voy a preparar unos mates...
La señora cortó y no terminé de apoyar el tubo cuando entró Mario, pálido.
—¿Qué pasó?
—¡Toqué el timbre y me quiso matar! —chilló, desencajado—. Miró por la mirilla de la ventana. Cuando abrió la puerta, tenía una escopeta. Le expliqué que venía de La Palabra y gritó que era un mentiroso. Que no podía ser.
—¿Qué más te dijo?
—Que nadie anda de traje por ese barrio. Seguro que yo era un ladrón, un estafador. Me apuntó y salí corriendo.
Le informé a Mario que la señora había llamado.
—Avísele que mañana voy a verla —me indicó.
Le propuse que almorzara con el resto del equipo. Iba a encargarle otro artículo. El de Adelina lo haría yo.
—Mañana vengo y la entrevisto —insistió—. Yo nunca dejo las cosas a medias.
Traté de convencerlo para que se quedara un rato más, pero se marchó enseguida.
El martes no regresó. Tampoco al día siguiente ni al otro. Una vez llamé a su casa y el padre me contó que Mario se cambió a Abogacía.
Doña Adelina le sacó la ficha y me recordó una vieja lección: la ropa no hace al periodista.
Comenzó un lunes en pleno invierno. Llegó a las nueve, puntual. Apareció con una cámara de fotos Nikon y un grabador Philips con cassette, en un tiempo donde los celulares eran solo un teléfono. Andaba de saco, camisa, corbata, zapatos negros brillantes. Le dije que no era necesario usar ese atuendo. Remera y jean alcanzaban.
—Yo quiero ser como los comunicadores de la tele. Esta ropa es señal de jerarquía, seriedad, respeto —respondió—. Somos profesionales de la credibilidad.
Le dije algo así como “Sí, claro, por supuesto”, y tras compartir un café, le indiqué su primer caso. Adelina, vecina de Villa Guillermina, se quejaba de que desconocidos usaban como basurero un lote aledaño a su casa.
—Hablá con la señora. Es una mujer amable, viuda, sin hijos. Que te cuente cuánto hace que pasa esto. Preguntale si llamó a la Delegación y dejó asentado el reclamo. Si el terreno es suyo, o si sabe algo de los dueños. Sacá fotos. Anotá todos los detalles que te parezcan interesantes.
Mario salió a la calle con estas instrucciones. No había pasado ni media hora cuando sonó el teléfono.
—Señor —era la voz de Adelina—, ¿usted mandó a un periodista por lo del basural?
—¿Ya están conversando?
—Dígale que vuelva.
—¿Pasó algo?
—Nada, nada. Avísele que voy a preparar unos mates...
La señora cortó y no terminé de apoyar el tubo cuando entró Mario, pálido.
—¿Qué pasó?
—¡Toqué el timbre y me quiso matar! —chilló, desencajado—. Miró por la mirilla de la ventana. Cuando abrió la puerta, tenía una escopeta. Le expliqué que venía de La Palabra y gritó que era un mentiroso. Que no podía ser.
—¿Qué más te dijo?
—Que nadie anda de traje por ese barrio. Seguro que yo era un ladrón, un estafador. Me apuntó y salí corriendo.
Le informé a Mario que la señora había llamado.
—Avísele que mañana voy a verla —me indicó.
Le propuse que almorzara con el resto del equipo. Iba a encargarle otro artículo. El de Adelina lo haría yo.
—Mañana vengo y la entrevisto —insistió—. Yo nunca dejo las cosas a medias.
Traté de convencerlo para que se quedara un rato más, pero se marchó enseguida.
El martes no regresó. Tampoco al día siguiente ni al otro. Una vez llamé a su casa y el padre me contó que Mario se cambió a Abogacía.
Doña Adelina le sacó la ficha y me recordó una vieja lección: la ropa no hace al periodista.
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