Por Arian Molina(*) | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Digital Snatch | #FiccionesEzeicenses
Yo viví en una nube por un tiempo.
Fue difícil tomar la decisión, había muchas cosas que considerar. Pero un día guardé mis cosas y me fui.
Subí a la primera que pasó. Una nube chiquita, inquieta, un poco incómoda. Con el tiempo nos acostumbramos la una a la otra. Compartimos tantas cosas. Cruzamos océanos y países enteros, noches y días. Me llevó arriba, muy arriba, más arriba de todo lo que importaba.
Un día, la humedad subió y mi nube se llenó. Esa noche llovió con truenos y rayos, y me fue imposible dormir. Me limité a mirar, a sentir la vida rompiéndose debajo de mí.
Después de eso, viajamos más ligero.
Había un ambiente de alegría, de nuevos comienzos. Ese día atravesamos una isla con aguas muy claritas, e incluso desde arriba podíamos ver el fondo del mar.
Amaba mirar las estrellas, y ver el sol salir por encima de todo. En ese viaje atemporal, le conté a mi nube todo lo que alguna vez me había preocupado. Le conté sobre las personas y los vacíos. Le conté de otros viajes menos impresionantes y todas las cosas que aprendí. Le conté de amores y pérdidas. Le hablé del pasto y de la tierra y de los perritos y las cosas lindas. Le hablé de las ideas y los límites, del amor y el deber. Le conté que desde allá abajo, todo parece muy chiquito y muy grande a la vez. Le conté sobre sus hermanas nubes y las tardes enteras que las miraba pasar, soñando. Conversamos sobre esas tormentas que ella tanto conocía. Y yo también lloví y troné. Yo también viajé más liviano a partir de ese día.
El viaje terminó en el mismo lugar donde empezó. Un domingo de verano, atravesamos los cielos de Villa Golf, y volamos por encima de las cuadras que había conocido toda mi vida, y otras que no había visitado nunca. Vi las calles de tierra, los chicos jugando a la pelota, las señoras malhumoradas que los retaban. Todo era igual, y completamente distinto.
No quería bajar, pero sabía que mi nube necesitaba seguir su viaje en soledad, y yo también. No pasa un día en el que no la extrañe, pero recordarla me hace feliz.
Ahora mismo debe estar atravesando algún volcán dormido, o un desierto blanco. Yo la recuerdo desde acá, un pedacito de tierra que quizás un día vuelva a visitar. Mientras tanto, me quedo viendo pasar a sus hermanas. Y a todas les deseo un muy buen viaje.
Fue difícil tomar la decisión, había muchas cosas que considerar. Pero un día guardé mis cosas y me fui.
Subí a la primera que pasó. Una nube chiquita, inquieta, un poco incómoda. Con el tiempo nos acostumbramos la una a la otra. Compartimos tantas cosas. Cruzamos océanos y países enteros, noches y días. Me llevó arriba, muy arriba, más arriba de todo lo que importaba.
Un día, la humedad subió y mi nube se llenó. Esa noche llovió con truenos y rayos, y me fue imposible dormir. Me limité a mirar, a sentir la vida rompiéndose debajo de mí.
Después de eso, viajamos más ligero.
Había un ambiente de alegría, de nuevos comienzos. Ese día atravesamos una isla con aguas muy claritas, e incluso desde arriba podíamos ver el fondo del mar.
Amaba mirar las estrellas, y ver el sol salir por encima de todo. En ese viaje atemporal, le conté a mi nube todo lo que alguna vez me había preocupado. Le conté sobre las personas y los vacíos. Le conté de otros viajes menos impresionantes y todas las cosas que aprendí. Le conté de amores y pérdidas. Le hablé del pasto y de la tierra y de los perritos y las cosas lindas. Le hablé de las ideas y los límites, del amor y el deber. Le conté que desde allá abajo, todo parece muy chiquito y muy grande a la vez. Le conté sobre sus hermanas nubes y las tardes enteras que las miraba pasar, soñando. Conversamos sobre esas tormentas que ella tanto conocía. Y yo también lloví y troné. Yo también viajé más liviano a partir de ese día.
El viaje terminó en el mismo lugar donde empezó. Un domingo de verano, atravesamos los cielos de Villa Golf, y volamos por encima de las cuadras que había conocido toda mi vida, y otras que no había visitado nunca. Vi las calles de tierra, los chicos jugando a la pelota, las señoras malhumoradas que los retaban. Todo era igual, y completamente distinto.
No quería bajar, pero sabía que mi nube necesitaba seguir su viaje en soledad, y yo también. No pasa un día en el que no la extrañe, pero recordarla me hace feliz.
Ahora mismo debe estar atravesando algún volcán dormido, o un desierto blanco. Yo la recuerdo desde acá, un pedacito de tierra que quizás un día vuelva a visitar. Mientras tanto, me quedo viendo pasar a sus hermanas. Y a todas les deseo un muy buen viaje.
(*)Estudiante del Taller de Escritura y Literatura de la Municipalidad de Ezeiza.
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