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La Palabra de Ezeiza | Marzo de 2024

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De tranvías y manzanas verdes

Por Lidia Verjano de Mazzeo (*) | Ilustración: Digital Snatch | Esto No Está Chequeado | #FiccionesEzeicenses


Érase un ardiente mediodía de noviembre del cuarenta y ocho, cuando los veranos eran veranos y los inviernos ¡vaya si eran inviernos!
Llegaba yo, transpirada y hambrienta por la calle Solís al seiscientos, había caminado sin encontrar un poquito de sombra ni por la misericordia, volvía de la escuela donde cursaba mi tercer grado, que estaba a dos cuadras de la plaza de los Dos Congresos y no me había quedado ni un ratito bajo la escasa sombra piadosa de unos árboles citadinos.
Mi madre me había dicho, con esa mezcla de autoridad y ternura que tienen las madres gallegas:
—Lidia, nada de excusas hoy, ¡te quiero aquí apenas salgas del colegio, tenemos que ir cuanto antes a casa de tus abuelos y a no olvidarlo, eh!
Por eso volvía casi corriendo para cumplir con mi madre porque adiviné en su tono cierto matiz imperioso.
El sol ardía como una plancha caliente sobre mi tieso guardapolvo almidonado, encerrando mi calor y mi miedo.
Al llegar a la esquina anterior a mi casa me extrañó no ver la silueta esbelta pero fuerte de mi madre que siempre me esperaba y llevaba mi pesado portafolio por unos escasos metros. 
Ese alivio llegaba algo tarde pero su brazo sobre mis hombros lo hacía invalorable.
Como siempre, entré corriendo por la puerta de la imprenta, me invadió el olor a tinta fresca, a papel y cartulina, busqué a papá para abrazarlo, como todos los días pero ya se había ido mucho antes a la casa de mis abuelos que quedaba en el barrio de Caballito.
Esto también me extrañó porque él nunca dejaba la máquina entintada cuando salía ya que esa tinta se perdía y al estar seca le daba un trabajo enorme limpiarla. No dije nada, el sinsabor me hizo olvidar el hambre.
Comimos, inusualmente en forma rápida y silenciosa, mi madre no puso la novela del mediodía que siempre escuchábamos los tres.
Tampoco dije nada, el miedo ya estaba instalado en mi corazón de nueve añitos.
Sentí que no íbamos, simplemente, a tomar mate con la abuela Carmen y a llevarle la bolsa de manzanas verdes para las compotas al abuelo Ángel.
Sentí que tomar en la avenida Entre Ríos el veintiséis hasta la avenida Asamblea no iba a ser mi fiesta cotidiana, que no iba a asomarme por el marco de la ventanilla para sentir en mi rostro la frescura del aire, avivado por la escasa velocidad del tranvía y que mamá no iba a decir con la gracia que la caracterizaba ¡ven, niña, siéntate del lado de la ventanilla para que te sople lindo el abanico de Dios!
Tampoco se iba a detener en la esquina ante las vidrieras de la Beige, tienda en la que ella, mi abuela y mi tía compraban, cada tanto, sus escasas paqueterías.
No me divirtieron los carteles de la calle con el gran aviso de Geniol, un señor pelado cuya cabeza llena de tornillos me daba risa porque me imaginaba la calva de mi abuelo o la de mi viejo muñeco Jacinto que también era pelado y sonriente.
De pronto recordé ¡otra cosa rara! Mamá dejó los platos sin lavar y no se pintó las cejas ni los labios ¡ella era tan coqueta!
Por fin llegó el veintiséis, raramente, con atraso.
Subimos, el motorman me sonrió, como siempre. Con la palanca hizo el cambio de vías y comenzó a tomar la velocidad de la época.
Nos sentamos juntas con ese mismo y pesado silencio que desde el mediodía nos envolvía como una pañoleta helada.
Cuando faltaban solo dos cuadras para llegar nos pusimos de pie y en ese momento me di cuenta de que había olvidado la bolsa con las manzanas verdes que siempre, orgullosamente, llevaba yo y que mi abuelo recibía con una forzada sonrisa que, después supe, era de dolor.
Le dije a mi madre que no quería llegar sin las manzanas porque mi abuelo casi no comía otra cosa y se iba a entristecer por mi olvido.
Mamá guardó silencio, me ayudó a bajar y repitió el gesto protector con su brazo sobre mis hombros, me miró con sus lindos ojos que siempre estaban alegres pero esta vez los vi llenos de lágrimas y me dijo:
—No sufras por tu olvido, mi querida, que tu abuelito ya no necesita de tus manzanas, donde él se fue tendrá todas las que quiera y esas que hoy dejaste en casa se las traeremos mañana a la abuela ¡seguro que le van a gustar!
Mientras yo lloraba, el motorman, sin entender lo que me pasaba, dijo:
—¿Por qué llorás, linda, seguro que algún caprichito de hija única, no? ¡Qué va a hacer, señora, los chicos son así, hay que tener paciencia!
Apreté como nunca la mano de mi madre y bajé, muda, en ese momento inauguré la angustia.
Como todo cuento antiguo tiene moraleja: los tranvías eran lerdos y a veces inútiles, los motormans no saben nada sobre nosotros, los chicos, y las manzanas verdes no son milagrosas.

(*)El cuento forma parte del libro Equipaje del alma (2012) de Lidia Verjano de Mazzeo (1938-2022). Lo publicamos hoy en nuestra sección literaria, como homenaje a la memoria de esta querida poeta y docente que partió el jueves 3 de febrero de 2022.
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