—Dicen que los colibríes son espíritus que vienen a visitarnos, ¿lo sabías?
En la mitad de la mañana, la voz de Laura es secundada por un coro de cigarras que anuncia el calor del día; los colibríes (algunos de colores refulgentes y otros, más apagados) están muy atareados en las varas florales de las salvias azules. Del otro lado de la mesita redonda y plegable de metal pintado donde se apoyan dos termos y una bandeja de cartón que aún ofrece tres medialunas, Graciela chupa la bombilla hasta que empieza a rezongar y responde:
—No creo en esas cosas, pero funcionar, funcionan: fijate que si ves un colibrí y pensás en un muerto querido, el recuerdo sería, de alguna forma esa visita, ¿no? —sonríe brevemente.
—Bueno, no sé, muchas creencias esotéricas se explicarían de esta manera, digamos... ¿lateral?
Laura agranda los ojos en un gesto de duda mientras ceba su mate. Como casi todos los domingos, las amigas se han reunido, tal vez para pasar revista a la semana. Hoy están sentadas en la galería trasera de la casa de Graciela que da al nordeste, en las sillas director de lona cruda y caño que hacen juego con la mesita. El sol proyecta un encaje de luz tamizada por la copa del jacarandá florido sobre el viejo patio de lajas color grafito. Después de un silencio contemplativo, Laura comenta que anoche tuvo un sueño raro, que se despertó un poco antes de la una y media con una sensación extraña y compleja, en la que se mezclaban la nostalgia y el miedo con un presentimiento de inexplicable placidez.
El lugar luminoso y agreste le resultaba familiar, aunque no podía reconocerlo. Al recuperar el sueño en la vigilia, dice que se parecía al parque de unas cabañas en el Cañón del Atuel donde ella y su ex supieron vivir inolvidables vacaciones (cuando ni siquiera imaginaban lo que les ocurriría), gozando del sol y del buen vino tanto como del rafting y del trekking. Al acercarse a lo que, supuso, era el estanque de los patos, vio que se trataba del recodo de un arroyo caudaloso. La corriente se llevaba unos barquitos de papel que, enseguida se dio cuenta, eran patos; un crepúsculo veloz confundió los colores al advertir que el arroyo se precipitaba en una caverna oscura, semejante a aquella Oreja de Dionisio que admirara con su madre en Sicilia. Una perra de El Trébol nadaba en el arroyo de las sombras; era probable que hubiera querido cazar un pato pero ahora no podría volver, estaba en peligro aunque no la notaba asustada, se ahogaría a causa de la fuerte correntada. Gritó para pedir ayuda pero no tenía voz; quiso arrojarse al agua para salvarla, pero estaba inmóvil, como clavada en el suelo, y la perra se alejaba más y más...
Laura ha relatado el sueño como si viera las imágenes detrás de sus pupilas. El silencio posterior adquiere un matiz confidencial, casi misterioso. Graciela revuelve su mate, pensativa.
—Nostalgia, miedo y una señal de placidez. ¡Qué síntesis, Lau! Decime, ¿a qué perra te referís? Quiero decir, ¿era una perra reconocible o una perra de El Trébol, nada más?
—Era Artemisa, la pointer de Nora y Eduardo, mis vecinos.
—Artemisa… ¡Qué increíble...! Aunque, te digo, estaba segura que era ella.
Más temprano, al sacar sus propias perras a la calle, Graciela se había encontrado con Eduardo. Conmovido, el hombre le contó que al regresar anoche con Nora a la casa, la perra no apareció por ninguna parte. Eran como las dos de la mañana y al final, no tuvieron más remedio que irse a la cama.
—¡¿Y dónde estaba?!
Laura interrumpe la historia con voz alarmada y Graciela la mira un segundo apenas antes de concluir con simplicidad:
—En el fondo de la pileta.
En la mitad de la mañana, la voz de Laura es secundada por un coro de cigarras que anuncia el calor del día; los colibríes (algunos de colores refulgentes y otros, más apagados) están muy atareados en las varas florales de las salvias azules. Del otro lado de la mesita redonda y plegable de metal pintado donde se apoyan dos termos y una bandeja de cartón que aún ofrece tres medialunas, Graciela chupa la bombilla hasta que empieza a rezongar y responde:
—No creo en esas cosas, pero funcionar, funcionan: fijate que si ves un colibrí y pensás en un muerto querido, el recuerdo sería, de alguna forma esa visita, ¿no? —sonríe brevemente.
—Bueno, no sé, muchas creencias esotéricas se explicarían de esta manera, digamos... ¿lateral?
Laura agranda los ojos en un gesto de duda mientras ceba su mate. Como casi todos los domingos, las amigas se han reunido, tal vez para pasar revista a la semana. Hoy están sentadas en la galería trasera de la casa de Graciela que da al nordeste, en las sillas director de lona cruda y caño que hacen juego con la mesita. El sol proyecta un encaje de luz tamizada por la copa del jacarandá florido sobre el viejo patio de lajas color grafito. Después de un silencio contemplativo, Laura comenta que anoche tuvo un sueño raro, que se despertó un poco antes de la una y media con una sensación extraña y compleja, en la que se mezclaban la nostalgia y el miedo con un presentimiento de inexplicable placidez.
El lugar luminoso y agreste le resultaba familiar, aunque no podía reconocerlo. Al recuperar el sueño en la vigilia, dice que se parecía al parque de unas cabañas en el Cañón del Atuel donde ella y su ex supieron vivir inolvidables vacaciones (cuando ni siquiera imaginaban lo que les ocurriría), gozando del sol y del buen vino tanto como del rafting y del trekking. Al acercarse a lo que, supuso, era el estanque de los patos, vio que se trataba del recodo de un arroyo caudaloso. La corriente se llevaba unos barquitos de papel que, enseguida se dio cuenta, eran patos; un crepúsculo veloz confundió los colores al advertir que el arroyo se precipitaba en una caverna oscura, semejante a aquella Oreja de Dionisio que admirara con su madre en Sicilia. Una perra de El Trébol nadaba en el arroyo de las sombras; era probable que hubiera querido cazar un pato pero ahora no podría volver, estaba en peligro aunque no la notaba asustada, se ahogaría a causa de la fuerte correntada. Gritó para pedir ayuda pero no tenía voz; quiso arrojarse al agua para salvarla, pero estaba inmóvil, como clavada en el suelo, y la perra se alejaba más y más...
Laura ha relatado el sueño como si viera las imágenes detrás de sus pupilas. El silencio posterior adquiere un matiz confidencial, casi misterioso. Graciela revuelve su mate, pensativa.
—Nostalgia, miedo y una señal de placidez. ¡Qué síntesis, Lau! Decime, ¿a qué perra te referís? Quiero decir, ¿era una perra reconocible o una perra de El Trébol, nada más?
—Era Artemisa, la pointer de Nora y Eduardo, mis vecinos.
—Artemisa… ¡Qué increíble...! Aunque, te digo, estaba segura que era ella.
Más temprano, al sacar sus propias perras a la calle, Graciela se había encontrado con Eduardo. Conmovido, el hombre le contó que al regresar anoche con Nora a la casa, la perra no apareció por ninguna parte. Eran como las dos de la mañana y al final, no tuvieron más remedio que irse a la cama.
—¡¿Y dónde estaba?!
Laura interrumpe la historia con voz alarmada y Graciela la mira un segundo apenas antes de concluir con simplicidad:
—En el fondo de la pileta.
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