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La Palabra de Ezeiza | Abril de 2024

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El mago Seleuco Zambrini

Por Míster Afro | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Digital Snatch | #FiccionesEzeicenses


“En la década del 60 vivió en Tristán Suárez un mago extraordinario, aunque incomprendido. La gente, en vez de apreciar su arte, concurría a los shows para verlo equivocarse. Yo era uno de sus pocos admiradores”, me contó el Señor B, un informante que prefirió mantenerse en el anonimato por razones esotéricas. “El problema de Seleuco Zambrini —prosiguió B— radicaba en que era un taumaturgo de verdad. Vulgarmente conocemos a aquellos que practican pequeños engaños simulando la corporización de una moneda, un pañuelo o una gallina. Son gestos amables para que la vida sea menos monótona, como ocurre con algunos políticos que hablan del modo en que van a transformar la realidad durante las campañas, cuando son apenas comentaristas de lo que acontece. Los magos posta se conectan con el cosmos, pero no mandan sobre él. Son catalizadores de una fuerza indomable. Por este motivo es preferible convertirse en un hacedor de trucos de cotillón y, así, evitar meterse en problemas”. Según el Señor B, Seleuco Zambrini era, también, muy cabeza dura y egocéntrico. Aunque sabía de lo indócil de su don, insistía con dar espectáculos. Muchas veces arrancaba bien, pero, en algún momento, derrapaba: el conejo no aparecía, o, peor, salía disparado del escenario y atacaba al primero de la fila. Una vez, le entregó un ramo de flores a una dama que pretendía conquistar y, sin motivo alguno, las flores se incendiaron y le chamuscaron los bucles de la permanente. “En la última función que dio en la sede del Club Tamberos, tuvo una noche malísima y, enfurecido, decidió terminar con su vida”, relató el Señor B. Harto de las burlas, ejecutó una operación increíble: tras colocar su galera sobre la mesa, metió una pierna adentro de ella, luego la otra, seguidamente el torso entero, los hombros y la cabeza. Ante un público mudo por la hazaña de contorsionismo, asomó una mano sosteniendo la varita, desplegó un par de pases y dijo algunas palabras para concretar el acto supremo de la desintegración material. “Seleuco Zambrini no quería existir más, era su forma de decir adiós. Pero una vez más falló —me contó el Señor B, testigo de aquella gesta—. Avergonzado, salió de la galera para dar la cara y marcharse cabizbajo y abucheado. Recién cuando se asomó comprendió que la magia sucedió igual que siempre, insumisa, como la historia misma de la humanidad. Los incrédulos, amantes del cinismo, la ironía y la chacota, nunca más volvieron a ser vistos”.

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