Por Marco Millán | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Digital Snatch | #FiccionesEzeicenses
La estación Ezeiza del tren Roca es cómoda en esa franja, momento en el que me encuentro ahora, tranquilo y relajado, disfrutando de la amplitud, como si fuese un niño en el inicio del recreo.
La misma impresión me desbordó cuando entré al vagón. Los colores claros y azules de los nuevos trenes, esa sensación de limpieza casi futurista, hacen de la travesía un descanso para la mente y el cuerpo.
Después de estar sentado unos minutos, de ponerme mis auriculares y de acomodar la mochila entre mis piernas, el tren partió.
El viaje sucedía como de costumbre, típico, hasta que algo comenzó a cambiar. El silencioso andar de las unidades nuevas se volvió ruidoso, el movimiento se iba exagerando cada segundo, en un momento dejé de sentir el respaldo firme y frío de los asientos y me sumergí en una cuerina de color naranja muy gastada. Un olor a hierro viejo me rodeó por completo, miré para todos lados. Por las ventanas —la mayoría, abiertas y trabadas por el uso—, entraban franjas de una luz sepia oxidada cargadas de nostalgia. No veía un vagón así desde hace, al menos, veinte años. Me miré a mí mismo: la ropa, mi celular, nada de eso había cambiado. Comprendí que no sólo me encontraba viajando de un lugar a otro.
***
A pocos pasos detrás mío escucho una voz de antaño que dice:
—Boleto, por favor.
Sin pensarlo mucho me pongo de pie, y nuestras miradas se encuentran; la mía, asustada y desentendida; la de él, cansada y bien afeitada. Por inercia hago la olvidada mímica de buscar un boleto que no tengo.
¿Qué pasaría si le doy mi SUBE? ¿Podría intentar explicar que vengo de otro tiempo?
Entonces, casi por instinto, me desperté, en el tren de siempre, de un salto, justo en la estación que tenía que bajar.
La misma impresión me desbordó cuando entré al vagón. Los colores claros y azules de los nuevos trenes, esa sensación de limpieza casi futurista, hacen de la travesía un descanso para la mente y el cuerpo.
Después de estar sentado unos minutos, de ponerme mis auriculares y de acomodar la mochila entre mis piernas, el tren partió.
El viaje sucedía como de costumbre, típico, hasta que algo comenzó a cambiar. El silencioso andar de las unidades nuevas se volvió ruidoso, el movimiento se iba exagerando cada segundo, en un momento dejé de sentir el respaldo firme y frío de los asientos y me sumergí en una cuerina de color naranja muy gastada. Un olor a hierro viejo me rodeó por completo, miré para todos lados. Por las ventanas —la mayoría, abiertas y trabadas por el uso—, entraban franjas de una luz sepia oxidada cargadas de nostalgia. No veía un vagón así desde hace, al menos, veinte años. Me miré a mí mismo: la ropa, mi celular, nada de eso había cambiado. Comprendí que no sólo me encontraba viajando de un lugar a otro.
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A pocos pasos detrás mío escucho una voz de antaño que dice:
—Boleto, por favor.
Sin pensarlo mucho me pongo de pie, y nuestras miradas se encuentran; la mía, asustada y desentendida; la de él, cansada y bien afeitada. Por inercia hago la olvidada mímica de buscar un boleto que no tengo.
¿Qué pasaría si le doy mi SUBE? ¿Podría intentar explicar que vengo de otro tiempo?
Entonces, casi por instinto, me desperté, en el tren de siempre, de un salto, justo en la estación que tenía que bajar.
Esto No Está Chequeado | Sección no basada en hechos reales | Cualquier semejanza con la realidad es mala puntería | Contacto: ezeizaediciones@yahoo.com.ar
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