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La Palabra de Ezeiza | Abril de 2024

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El virus del otoño

Por Ernestina Blanco | Esto No Está Chequeado | Foto: Digital Snatch | #FiccionesEzeicenses


Mira por la ventana y se da cuenta de que un nuevo otoño se anuncia en su vida. Otra vez a barrer las hojas del tilo. Otros días de soles tibios y cielos intensos, como decía su hermana Delia, la difunta, que supo tener veleidades de poeta. Otras mañanas neblinosas. Mosquitos en abril. Todavía un hornero edificante, quizás, en la Y griega de la rama gruesa frente a la entrada. 
Suspira y remueve la yerba con la bombilla antes de cebar el próximo mate. Las dos perras mestizas, siempre juntas, están echadas al sol delante de las floridas margaritas amarillas. Este es el segundo otoño de la pandemia.
¡Cómo cambió su vida entre este otoño y el pasado! El supermercado y la verdulería traen los pedidos, compra regalitos por internet, se reúne con amigas por Zoom. Piensa en Ayelén, la hija de Delia, que hace casi un mes está esperando que Nico, su marido, se mejore, y desesperando porque los médicos no dejan que lo vea. ¡Qué jodido es el virus! Aunque ya se aplicó la primera dosis de vacuna, Ayelén insiste en que se siga cuidando, que use el barbijo hasta cuando atienda al sodero. Se sabe poco sobre la enfermedad y las noticias son poco alentadoras. Tanto en la televisión (donde las diarias cifras de contagiados y muertos anónimos son publicadas regularmente, igual que la temperatura) como en el celular, donde los enfermos y fallecidos adquieren inesperadamente nombre propio. Su sobrina la llama a menudo —desde hace un mes, comprensiblemente menos— para asegurarse de que no se deprima, como les pasó a algunos conocidos. Además, le trajo esa idea tonta de la entrevista que, de todos modos, la mantiene mentalmente atareada, aunque por el momento se haya postergado.
La idea de Ayelén es entrevistar a personas mayores que hayan vivido en Ezeiza desde jóvenes —quienes han pasado previsiblemente más de un año aisladas— para que cuenten cómo era la vida en el distrito en el siglo pasado, hace treinta, cuarenta, cincuenta años. Eso que antes hacían los abuelos a pedido de sus nietos. De paso, dice Ayelén, “las revinculamos, les mostramos que aun confinadas pueden ser útiles, que no las hemos olvidado”. Ayelén está tan entusiasmada con el tema —con seguridad, lo estaba hace un mes— que no le ha querido decir que no es precisamente original. Siete u ocho años atrás, ella misma les encomendó a sus alumnos de sexto la tarea de recoger el testimonio de algún adulto mayor sobre el pasado de Ezeiza. Lo que ahora le resulta divertido es que sea ella la adulta mayor. 
¡Ah! A propósito: tiene que anotar —si no anota, cuando Ayelén le pregunte, se olvidará de algo interesante— las excursiones en bicicleta para pescar ranas y anguilas en el arroyo con algunos chicos y chicas de El Trébol. Se ríe de buena gana. Esos “chicos y chicas” de entonces, también cargan más de sesenta otoños a la espalda.
Al cebar el último mate (el termo está por vaciarse) sigue sonriendo; su memoria se ha poblado de aquellos otoños de oro. Piensa que la diferencia entre los otoños de la peste y casi todos los anteriores reside en que ya no irá a la escuela. Primero como alumna y después como docente, ha pasado más de medio siglo en las aulas pero el año pasado se jubiló. En cualquier caso, para ella el otoño sigue siendo el verdadero comienzo del año. Este pensamiento la reconforta. ¡Siempre ilusionan los comienzos! Se levanta con renovada energía y pone el mate y el termo sobre la mesada: irá a buscar el rastrillo para juntar las hojas. Justo cuando abre la puerta —las perras se levantan y corren a su encuentro—, suena el teléfono. Duda en atender pero lo hace. No es una encuesta. Laura, la enfermera del hospital que vive enfrente, le da la noticia con voz neutra.
Sale al patio. Se detiene y mira a las perras ahí sentadas aunque parece que no las viera. Trata de recordar para qué salió. Las perras le devuelven la mirada atentamente y mueven con lentitud la cola. Ellas también se lo preguntan.

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