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La Palabra de Ezeiza | Abril de 2024

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Nunca juzgues tan rápido

Por Hugo Alberto Panza (*) | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Tomassini


Esta historia ocurrió hace ya unos cuantos años. Es una lección que me dio la vida. Hay experiencias que, por su impacto, parecieran haber sido colocadas con alguna intención por alguien que maneja los hilos del universo.
Una mujer, ya anciana, me pidió que vaya a su casa para retirar un televisor, que necesitaba ser reparado. A veces, si no me lleva mucho tiempo, puedo hacerlo. En este caso, a la mujer se le dificultaba mucho traerlo hasta mi negocio, así que acordamos que pasaría a retirarlo en cuanto tuviera un minuto. Vivía en Ezeiza, en una calle paralela a Uruguayana, no muy transitada por ser una cortada.
Llegué a su domicilio al mediodía. Era una casa sencilla, sin ningún lujo, como la de cualquier jubilado que vive con lo justo.
—Este es el enfermo —me dijo, señalándome un Philips de 20 pulgadas, ya muy viejo en ese momento.
—No sé si voy a poder repararlo. Depende del repuesto. Ya muchos no se consiguen —le advertí.
—¡Por favor, tiene que conseguirlo! ¡Tiene que repararlo! —insistió ella.
—Vamos a intentarlo, pero ya tiene que ir pensando en comprar otro. Es muy antiguo.
—¡Noo! ¡Yo quiero este! ¡Lo tiene que arreglar! —me decía la mujer, mientras se acercaba al aparato y lo acariciaba.
Las personas muy mayores se acostumbran a lo que han usado durante muchos años. No es fácil, para ellos, acostumbrarse a lo nuevo. Es como si el cerebro fuera capaz de amoldarse y adaptarse sólo durante la primera mitad de la vida. Luego, en la mayoría de los casos, esa capacidad se pierde. Están a gusto y seguros con lo que han usado siempre. No importa si lo nuevo tiene mejores prestaciones, es más bonito, o la posee ventaja que se nos pueda ocurrir. No hay forma de convencerlos. Ellos quieren lo mismo, nada de cambios.
Pero, en este caso, parecía ser algo distinto. La mujer acariciaba la tevé y la miraba como si fuera un ser vivo.
—Voy a cargarlo en la camioneta —le dije.
—¡Con cuidado, no lo vaya a golpear! Por favor, repáremelo.
—Vamos a intentarlo.
Llevé el televisor a mi negocio. Después de unos días conseguí los repuestos. Cuando el trabajo estaba terminado, le avisé que pronto se lo alcanzaría.
Cuando se lo informé, la alegría de esa mujer fue inmensa. Tanto, que no parecía normal. Pensé, como algunos dicen, a esta le faltan algunos caramelos en el frasco. No tiene todos los patitos en fila.
Cuando llegué a la casa y dejé funcionando el televisor, inmediatamente comenzó a acariciarlo.
—¡Menos mal que lo pudo arreglar! ¿Vio qué lindo es? —me decía mientras seguía con sus caricias.
Si en algún momento tenía dudas de su cordura, ya no me quedaba ninguna. La señora no estaba bien.
Cuando me retiraba de su casa, y ya casi en la vereda, no me aguanté y regresé para decirle:
—¡Parece que lo quiere mucho a su televisor!
—¡Sííííí! ¡Me lo regaló mi hijo antes de morir!
Sentí como si me hubieran dado un cachetazo. El impacto fue tan fuerte que no tuve palabras. Sólo me salió un estúpido:
—¡Ahhh!
Cuando me senté en la camioneta, estaba aturdido. Me sentía el hombre más tonto del planeta. ¡Esa mujer estaba acariciando a su hijo y yo había pensado que estaba loca!
Desde ese momento, no saco conclusiones apresuradas. Entendí que la vida me había dicho: ¡Nunca juzgues tan rápido! No podés ver el alma de la gente.
El Principito tiene razón: Lo esencial es invisible a los ojos.
Estamos hechos de experiencias. Somos algo así como contenedores que se van llenando.
No sé qué ocurre cuando el contenedor está lleno y llega el momento de partir. Me resisto a aceptar que todas esas experiencias se pierden. A lo mejor, por eso, he decidido escribirlas.
Ahora ando más atento. Tal vez, la vida me dé una nueva lección. Está por verse si tengo la inteligencia suficiente para sacar provecho de ella.

(*) Es autor del libro Cuentos (2009), integrado por las historias “La moneda mágica”, “Mariana” y “La verdadera historia de Gaspar”.
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