Por Fernando Garriga (*) | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Tomassini
Evaristo y Cristóbal eran hermanos.
Evaristo era bueno. Trabajaba de cartero en un correo privado que hacía entregas por la zona de Las Toscas. Además ayudaba a la madre con la casa: con plata, o remedios. También hacía los arreglos hogareños.
Cristóbal, en cambio, andaba como los vampiros. Odiaba a la sociedad. Era un inadaptado. Le robaba plata a la madre y siempre tenía novias que abandonaba cuando se embarazaban. Había estado preso una o dos veces, Evaristo no sabía qué hacer para enderezarlo: cada día era peor. Salía de estar preso y le gritaba a la vieja hasta hacerla llorar. Incluso, le robaba la plata del sueldo del correo a Evaristo, porque sabía que la guardaba en el bolsillo de adentro de la campera azul, en el ropero.
Después vino la cuarentena y todo cambió. Ambos se quedaron en casa junto a la madre. Compartieron tiempo, tortas fritas y largas charlas. Evaristo le contó que tenía mucho miedo (era un poco hipocondríaco) de contagiarse el virus. Que por eso tomaba tantas precauciones: alcohol en gel y spray con lavandina. Cristóbal lo escuchaba y a su vez le contaba cuentos de la cárcel. Evaristo nunca lo había visto tan tranquilo. No fumaba, no tomaba. Parecía haberse vuelto evangelista. Aprovecharon para limpiar el frente con la hidrolavadora. Sorprendía ver a Cristóbal con la pala carpiendo el jardincito. Parecía como si la cuarentena lo estuviera volviendo bueno. Lijaba la reja y todas las noches los hermanos cocinaban algo rico para ellos y para la viejita.
El problema fue cuando a la semana declararon al correo actividad esencial. Evaristo tenía miedo de morir. No quería salir de la casa. Se había acostumbrado. Cristóbal lo convenció de que, como eran parecidos y tenían que usar barbijo, nadie en el correo se iba a dar cuenta si él lo reemplazaba. A Evaristo le pareció bien porque le parecía una oportunidad de comprobar si su hermano realmente se había vuelto bueno y, además, tenía mucho miedo de enfermarse. Cristóbal le dijo que se quedara tranquilo, que él no le tenía miedo a nada, ni siquiera a la policía, así que por qué iba a arrugar con un virus de morondanga.
Un día, empezó a repartir las boletas de la luz que hubiera tenido que repartir su hermano. Hacía lo más bien el trabajo. Lo único distinto era que escupía los sobres antes de meterlos en los buzones para —si se daba la casualidad de que estuviera enfermo— se contagiaran todos. Así de malo era Cristóbal.
(*) Escritor y paisajista, tiene publicados cuatro libros: Escuela para ciegos (2013), Continuidad de la obra (2015), Cumpleaños en la isla (2016) y Las invasiones ranqueles según mamá (2019).
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