Para Sigmund Freud, en “Lo siniestro”, ciertas repeticiones pueden transformarse en algo inquietante. Yo digo que estos “acasos” pueden significar algo, o quizá nada, pero lo maravilloso de la vida es la posibilidad de asignarles un sentido. Sólo necesitamos darnos un ratito para salir a jugar.
Y... algún día tenía que ser... Y ese día llegó, pero de noche.De vuelta a casa, después de un largo lunes de trabajo, venía en el auto por avenida Lacarra. Doblé por Emilio Mitre a la izquierda para tomar Ucrania. Acostumbraba hacer ese recorrido. Afuera hacía frío. El invierno en Canning se dejaba sentir.
Como iba diciendo, doblé en Ucrania pero esta vez algo llamó mi atención: bloques de cemento levantados sobre las banquinas me llevaron a suponer que durante esa jornada, habrían estado trabajando. Montículos de cascote y tierra se alzaban a uno y otro lado de la calle, y el pedregullo se oía a mi paso, bajo los neumáticos.
En la radio: Charly y su Pasajera en trance.
Así venía, escuchando el tema con un inusitado fondo de cascote, cuando de repente... la marcha del coche se hizo irregular, y otro sonido, desconocido para mí, logró inquietarme. ¿Será que pinché? Me pregunté en voz alta.
Paré el auto, bajé y pude confirmar mi sospecha. La llanta del lado del acompañante estaba sin aire.
Jamás me había pasado, aunque muchas veces jugué la escena en mi imaginación, con el fin de ensayar una reacción, en caso de tener que enfrentarme a la circunstancia por la que en ese momento atravesaba.
Quienes conocen el barrio sabrán que esas calles son solitarias. No hay prácticamente tránsito. Y de noche, durante los meses de invierno, nadie las camina o corre en plan fitness, como sí puede verse en verano.
La cuestión es que ahí estábamos: un cuarto creciente en Escorpio, pinos, Ucrania rota, el auto con la goma averiada y yo.
Nena, me decía mi papá, la filosofía es algo así como que te quieras comer un huevo frito y ante la imposibilidad de darte el gusto porque te falta el aceite o el huevo, te convenzas de lo inconveniente que hubiese sido para tu hígado, digerir semejante bomba.
El recuerdo afloró así, de la nada y entendí que la mente suele evocar y, no por capricho, esos adorables fragmentos. Y que en general, surgen cuando no se sabe qué hacer. En este caso, y a su manera, este chispazo de memoria me estaba indicando que tan sólo debía apelar al razonamiento lógico.
Tanto como para hacer algo, puse las balizas y abrí el baúl. Al salir del auto, me di cuenta de que la Pasajera en trance había terminado hacía un rato, dejándome una frase: El viejo truco de andar por la sombra.
En eso y alumbrado más por el cuarto creciente que por la luz de la calle, un hombre salió de algún lado y me preguntó: “¿Tenés criquet?”. A lo que respondí: “Sí... supongo”.
Realmente, desconocía si lo tenía. Compré el auto apenas unas semanas antes del hecho que relato, y la verdad, no tomé la precaución de verificar el equipamiento.
Así que el hombre de voz cascada, aparecido entre las sombras de una Ucrania devastada, hurgó en el baúl y encontró el criquet y manos flacas a la obra, se puso a cambiar la rueda. Para mi asombro, el desconocido se puso a silbar la melodía del tema de Charly. Yo, sólo cantaba en silencio siguiendo su silbido. Ella viaja sin pagar / El viejo truco de andar por la sombra / Ella baila sobre el mar.
El cuarto creciente ponía plata en una zona de su bigote.
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