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El semáforo de la ruta
Por Míster Afro | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Digital Snatch | #FiccionesEzeicenses
Alicia González y Juan Iruzubieta se conocieron en un baile de la Sociedad de Fomento del B° Villa Golf y se enamoraron de inmediato. Juan invitó a la morena de ojos verdes a bailar un tema de Los Palmeras, y ante la mirada de la vecindad, coreografiaron al grupo furor de los años 70 como si se conocieran de toda la vida. Así comenzaron a verse, y todo indicaba que marchaban rumbo al casamiento, pero una noche Alicia le dijo que la relación no podía funcionar. Los Iruzubieta vivían en Santa Ángela y los González en Villa Golf, y debido al creciente tránsito, la ruta 205 (frontera entre los barrios) era un peligro y no era aconsejable andar cruzándola seguido. Más aún, teniendo en cuenta la falta de semáforos. A Juan le parecía injusto que el destino pusiera luz roja al amor y le rogó que no lo abandonara, pero ella se mantuvo firme en la decisión. En el estribo del adiós, Juan le sacó una promesa: “Si consigo que pongan un semáforo, ¿podemos volver a vernos?”. “Por supuesto”, respondió Alicia y le cerró la puerta en la cara. Juan inició una cruzada histórica que sólo los viejos vecinos recuerdan: juntó firmas, volanteó, montó la obra de teatro “Semáforos de lo imposible”, presentó notas en el Concejo Deliberante, la Municipalidad y la Provincia, y hasta en el regreso de la democracia, en 1983, elevó un reclamo a la Casa Rosada. Tuvieron que transcurrir más de veinte años para que finalmente llegara el anhelado semáforo. Los vecinos conocían su lucha y no paraban de felicitarlo durante la inauguración. Al día siguiente, salió en busca de la muchacha. Ella ya no vivía con los padres, estaba peleada con la familia y se había mudado un par de veces dentro de la misma barriada. Durante dos meses, Juan estuvo yendo a Villa Golf (que había cambiado y crecido demográficamente), donde parecía que nadie quería ayudarlo. Perseverante, no bajó los brazos hasta dar con la casa de Alicia. Frente a una construcción de madera, con patio de tierra y una parra, el corazón de Juan galopó a tal velocidad que no hizo falta que golpeara las manos, porque Alicia salió a recibirlo. Estaba un poco cambiada, pero sus ojos verdes eran los de siempre. La seguían tres nenes y dos nenas de distintas alturas. Alicia tardó en reconocerlo, evaluó que era un vendedor, o testigo de Jehová, y tuvo que preguntarle el nombre. Ubicada en tiempo y espacio, el recuerdo de la cumbia santafesina le dibujó una sonrisa. Recién separada de su tercer marido, escuchó lo que Juan venía a contarle y, conmovida de saber que el semáforo ya era una realidad, lo invitó a tomar unos mates.
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