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La Palabra de Ezeiza | Marzo de 2024

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El secreto de Villa Guillermina

Por Edgardo Pietrobelli (*) | Esto No Está Chequeado | #FiccionesEzeicenses

“No sé si debo hablar de esto, pero a alguien se lo tengo que decir —me comentó Rolando M—. Esta historia es como una maldición que se va cuando la contás. Bueno, en verdad, se la pasás al otro, al que escucha, que se convierte en el guardián del rumor y empieza a ver el mundo de otra manera. Este maldito Selava...”. Escuché atento a Rolando M, porque me pareció el comienzo de un buen relato para acompañar el mate de la tarde. “Era un malvado el viejo Selava —continuó mi vecino—. En el final de su vida me llamó y me dijo: Me estoy muriendo. Me quedan pocos días, y ya no puedo llevar este secreto conmigo. Tengo que contarte lo que, tiempo atrás, me dijo Fernando Airaf: Voy a revelarte lo que sucedió en la casa de los Zemog. Al parecer, estaban en una religión rara y descubrieron una forma de abrazar la inmortalidad. Llevaron a cabo sesiones de días enteros, algunas comenzaban a la medianoche en punto, y la última, el corolario del pacto, empezó la mañana del último día de Carnaval. Lograron su cometido los Zemog, pero...”. Rolando M guardó silencio. “Lograron lo que deseaban”, dice que Airaf le dijo al viejo Agustín Selava que dijo a Rolando M que ahora me decía a mí. “Siga el relato, Rolando”, lo animé. Tomó aire y prosiguió: “Tuvieron éxito, pero con una limitación: no podían salir jamás de la casa. El viejo Selava me contó que todavía están ahí: en la casa de la calle Pravaz, en el barrio Villa Guillermina”. Iba a sonreír, pero me contuve al ver temor en su cara. “¿Hace cuánto que están ahí?”, pregunté. “Ezeiza era puro campo cuando esto pasó —dijo Rolando M—. Es un terreno grande, y la vieja casa de los Zemog está en la parte de atrás. Se dice que los dueños del frente jamás van hacia ese lugar. Levantaron muros para simular que esa casa está en otro terreno. A veces, se escuchan tambores y hasta cantan a coro en otro idioma. Andá a saber cómo se las arreglan ahí, encerrados”. Tras indicarme la dirección exacta, Rolando me dijo: “Ya está, ya la pasé”. Se levantó más tranquilo, aliviado, y se fue. No aguanté la curiosidad y, al día siguiente, fui a la dirección que me había dado; intenté conversar con el dueño y sólo logré que me dijera: “Mi terreno es chico. No sé qué hay en la casa del vecino de atrás”. Pregunté en los cuatro lados de la manzana, y todos expresaron más o menos lo mismo... Estoy un tanto obsesionado con este secreto y vengo sufriendo una serie de episodios que me hacen pensar que la maldición puede ser cierta. Eso despertó el interrogante de cómo sacarme de encima este gualicho. ¿Y si lo cuento en un diario?

(*) Actor, director y dramaturgo. Dirige El Saloncito Teatré.

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